Es la hora: ha llegado la carrera de finales de año para evaluar, organizar y archivar las películas vistas durante la unidad arbitraria de tiempo que llamamos "año". Aunque este proceso suele privilegiar las novedades, he aprendido a valorar aquellas películas que emergen imprevisiblemente de los archivos históricos. Algunas aparecen como si las hubiéramos pedido en un deseo. Una de las joyas de “la fiebre del archivo” del año pasado es Nightshift, de Robina Rose (1981), una obra de extraordinaria imaginación onírica y sensibilidad punk, a la vez que un réquiem al trabajo de las mujeres en el brumoso terreno de los turnos de noche. La reciente restauración de Nightshift, supervisada por Ross Lipman, fruto de la colaboración entre Lightbox Film Center, British Film Institute y Cinenova, se proyectó en 2024 en el New York Film Festival. Fue rodada durante cinco días y cinco noches de insomnio en el Hotel Portobello de Londres oeste, lugar en el que los cineastas ya habían trabajado en otras ocasiones. Por otro lado, la película es un documento de la escena underground londinense de principios de los años 80. Jon Jost aporta su excepcional ojo cinematográfico (y una breve aparición en el filme), y las imágenes en 16 mm capturan, dentro del ámbar gelatinoso, el encanto polvoriento de un hotel vermeeriano, transmitiendo la misteriosa liminalidad de aquellos que velan mientras el resto duerme, sensibles al ritmo de las menudencias nocturnas.
Nightshift abre un portal a una lógica temporal diferente, habitada tanto por un surtido caótico de huéspedes como por la energía menguante de aquellos que los sirven. Jordan, la punk adorada del cine (de soltera Pamela Rooke, estrella de Jubilee, de Derek Jarman), con su distintivo rostro pálido, inexpresivo y andrógino, interpreta a la recepcionista del hotel. Se sienta como una Mona Lisa bajo una lámpara plateada de cuello de cisne, cerca de un teléfono de disco de color carmín, sobre un proscenio de luz rojiza. Es, a la vez, una espectadora privilegiada y una trabajadora anónima, que observa silenciosamente los movimientos y los incendios originados en el curso de una noche de hotel. Voyeur impasible y embajadora de los deseos y caprichos de los huéspedes, la recepcionista evoca la taquillera del cine porno de Simone Barbes or Virtue (Marie-Claude Treilhou, 1980) y Variety (Bette Gordon, 1983). Pese a ser aparentemente distintos, tanto el hotel como el cine porno son lugares de lujuria pasajera, de descanso provisorio, de encuentros efímeros y de trato laboral físico e íntimo. La presentación del punto de vista de la recepcionista consta de una construcción de planos abiertos que favorecen el extrañamiento —de la trabajadora y de las imágenes— y, ocasionalmente, de una cómica frontalidad planimétrica. La mirada de nuestra heroína a cámara y a la arquitectura del hotel contiene la pasividad de los ojos de un autómata, incluso cuando el flujo de eventos revela características rítmicas y erráticas propias de un estado de fuga provocado por el agotamiento. Los largos pendientes metálicos de Jordan bailan y tintinean al compás de la tonada intermitente de una caja musical, proveniente de la canción “Cutting Branches from a Temporary Shelter”, compuesta por Simon Jeffes, miembro del grupo avant-pop Penguin Cafe Orchestra. Huéspedes sonámbulos, trasnochadores y golfos circulan flotando por los espacios comunes del hotel. La escalera sinuosa, el salón de cortinas de terciopelo bañado en luces rojizas y el ascensor de hierro forjado, que se desliza de piso en piso como jugando al cucú-tras, conforman un montaje dialéctico de rostros y miradas repentinas.
Para el cine, un hotel es como un andamio reordenable; los huéspedes, como un juego de cartas. Los personajes que flotan bajo la mirada vidriosa de Jordan se convierten en juglares de múltiples noches, cuyas actividades están impregnadas —mientras la aguja del reloj avanza en la oscuridad— de neura, embriaguez o sopor. Una mujer de mediana edad (la cineasta experimental Anne Rees-Mogg) pide la llave de su habitación; un grupo de músicos alborotadores arman un jaleo mientras se registran en el hotel; dos colegas discuten sobre inversiones; un huésped apenas vestido, flota como un espectro insomne mientras fuma en pipa, trazando una misteriosa geometría de claroscuros. Un huésped de pelo largo (el poeta radical, artista, actor y dramaturgo Heathcote Williams) desciende la escalera y realiza una serie de trucos de magia con monedas y un cigarrillo para la cámara, sugiriendo el punto de vista de la recepcionista. La cocinera del hotel holgazanea en la escalera y suelta una letanía sobre los estragos de trabajar en una cocina y las absurdas demandas de los clientes, como el que exige huevos de campo (los de cáscara fina). En una increíble puesta en escena de imagen en relación con el sonido, una condesa pija con un tocado de plumas (la condesa Vivianna de Blonville) telefonea a su tía rica desde el salón aterciopelado: la condesa cotorrea sobre su hastío existencial y su plan de cazar un nuevo marido (“¡Tan solo un marido más!”), a la vez que la tía menosprecia la chusma que frecuenta la sobrina. A medida que progresa la conversación, la cámara se desplaza desde la condesa de Blonville hasta el mostrador rojo y lacado de la recepcionista, donde Jordan envuelve uno por uno los cruasanes de la mañana siguiente, formando cuadrados impecables de celofán. En la manifestación de una acción, el trabajo anónimo de una mujer se convierte en un acto estético imbuido de una carga hipnótica. Al fin y al cabo, los cruasanes no se envuelven solos.
La noche avanza, los márgenes de la realidad se disuelven y la percepción se desarraiga de lo percibido; las partes constituyentes se desglosan de lo que vemos. En una escena extraordinaria en el cenit de la noche, donde la cámara está situada en la pared, de cara al salón y a ras de suelo, presenciamos la aparición gradual de una figura oscurecida —la recepcionista—, pasando una brillante aspiradora mientras avanza en dirección a la cámara. El zumbido cercano de la máquina se mezcla progresivamente con el tarareo amortiguado de una mujer (que en los créditos aparece con el nombre de “Hoover Music”, también compuesto por Jeffes). Los sonidos mecánicos del agotamiento se nos exponen tan mundanos como transformativos. Las sensaciones internas —la fatiga mortal y el cul-de-sac de tiempo estancado— son exteriorizadas como parte de la rutina. La trabajadora nocturna se afana hasta el primer rayo de sol, con los sentidos exhaustos y deformados por el peso del cansancio. De pronto, como fantasmas visitantes de otros mundos, aparecen nuevos clientes: la esposa del hombre de la habitación n.º 16, que expone un diorama de su pasado a partir de objetos que transporta envueltos en una bufanda: una presentación oral del más allá. ¿Qué es, un fantasma, o una narradora de historias de fantasmas? En el homenaje al cine más logrado de la película, se representa, en clave de fantasía femenina y chillona, la pelea de almohadas a cámara lenta de Zéro de conduite (1933), de Jean Vigo. Un fresco cenital de un hombre que duerme (Shaun Lawton) enroscado en la cama, filmado a través de lo que parece un cristal turbio, retrata el acto de dormir como si fuera una pesadilla agónica; sus gestos involuntarios y sus contorsiones rocambolescas componen un melodrama corpóreo sobre el mal dormir. La tonada de la caja musical se infiltra en estas escenas, imbuyéndolas de una cadencia mecánica y fantasmal —una de las primeras imágenes de la película muestra una caja musical francesa del siglo XIX, operada por monedas: un reloj ultramundano—.
A medida que sale el sol, la recepcionista también dormita en el sofá del vestíbulo; pero el ciclo recomienza. La vista del cielo despejado de Londres es empapada por un chorro de espray: Jordan limpia el vidrio de la ventana, cuya transparencia se rinde ante una nueva capa de labores. Tal como si nos limpiara las legañas, el chirrido del trapo manifiesta una fricción oculta en la visión del espectador. Cuando la recepcionista, mirando a cámara, unta su rostro crepuscular con pegotes fríos de crema hidratante, como si estuviera frente a un espejo, ambas acciones resuenan entre sí y dan que pensar. Bajo la claridad de un nuevo día, Jordan es a la vez espectadora y vasija, a través de la cual dilucidamos una mediadora laboral.
Pocas películas se valen del agotamiento de una trabajadora nocturna para explorar nuevas regiones de temporalidad cinematográfica. ¿Puede el cine transmitir el hastío de la cámara misma? A través de una oscilación entre dos extremos, lo fantasmagórico y las llanuras del automatismo, Nightshift contesta afirmativamente a la pregunta. Mientras que el amplio abanico de filmes que reciben la etiqueta de “slow cinema” son firmados por autores masculinos, los más atrevidos en cuanto al uso de la lentitud pertenecen a la historia de mujeres cineastas (Chantal Akerman y Margarite Duras, entre otras). Podemos añadir las derivas de Nightshift a esta historia alternativa de experimentación con el tiempo cinematográfico, conformada por películas arraigadas en los trabajos marginales de las mujeres, tanto delante como detrás de la cámara.
Mientras lo permitamos, las sorpresas históricas podrán reinventar el cine, en un diálogo de tira y afloja entre las exigencias de vivir, trabajar y crear del presente, y las posibilidades estéticas del pasado. Estas resuenan como viejas glorias de un tiempo arrebatado, hurtado. El filme de Robina Rose ofrece al espectador un lugar en el lapso comprendido entre el crepúsculo y la aurora, en los pliegues del cansancio. Un lugar, citando a Roland Barthes, para “quedarse soñando”.
Elena Gorfinkel
[Traducción: Nicolàs Auger Núñez]
Xcèntric agradece a la autora y a MUBI el permiso para traducir y publicar el artículo original en nuestra web.