Robert Breer nació en Detroit, ciudad automovilística por antonomasia, en 1926. Su padre fue el ingeniero que diseñó el Chrysler Airflow, popular modelo de coche, y aficionado empedernido al cine doméstico que aplicó ese conocimiento mecánico a su hobby, inventando incluso una cámara en 3D para filmar los acontecimientos familiares. Breer hijo, sin embargo, no tenía ningún interés por el cine ni por esa clase de inventos, y de estudiar ingeniería pasó a dedicarse al arte. La pintura de Mondrian le llevó a París en 1949, y la investigación incansable en torno a la composición y el color, le llevó unos años después a pensar en el cine en tanto posible manera de expandir estas ideas. El comienzo de todo fue un flipbook, que más adelante se convertiría en la base de su obra como trabajador del cine fotograma a fotograma: «Hice un flipbook de pinturas pequeñas para intentar entender cómo llegué a hacer la pintura final».
A principios de los cincuenta, Breer empezó un camino que le llevaría a ser pionero en el campo de la animación experimental. Un camino que emana la alegría indescriptible de alguien maravillado ante las cosas que va descubriendo, que son combustible a su vez de los juegos siguientes. Juegos, porque aún dentro de un rigor fundamental, el trabajo de Breer es lúdico y gozoso. En esos años creó una serie de películas llamadas Form Phases, en las que pintura y collage se intersecan en forma de composiciones móviles y cambiantes, bloques y líneas que son capaces de provocar momentos de humor con su manera de moverse o evolucionar. Fabricó diversos juguetes cinéticos bajo las premisas de la abstracción destinados a mostrarse en la galería, como flipbooks y mutoscopios de diversas formas y colores. Hizo películas satíricas de collage como Un Miracle (1954) y Jamestown Baloos (1957), en las que los recortes de periódicos y revistas de figuras humanas, animales y paisajes se mezclaban de forma irredenta con parpadeantes ráfagas de formas geométricas irregulares. Jugó con las posibilidades de la línea, que serpentea entre la figuración y la abstracción en A Man and His Dog Out for Air (1957).
Uno de sus grandes campos de experimentación es lo que pasa en el cerebro a partir de la colisión de imágenes: partiendo de la premisa del cinematógrafo, en la que 24 cuadros fijos en rápida sucesión se funden produciendo una ilusión de movimiento, Breer se propuso subvertir el principio mostrando una rápida sucesión de estampas fijas totalmente diferentes las unas de las otras. Esto dio de sí bombardeos gloriosos como los de Recreation (1956), una especie de collage que se genera en el ojo y en el que caben trozos de papel, rebanadas de pan, herramientas de distinta clase, un guante, o un trozo de tela. O Blazes, en la que un set de 100 pinturas filmadas fotograma a fotograma, en distintas combinatorias y ritmos y distancias, acaban dando de sí una película de tres minutos en la que ningún segundo es igual que el anterior. Y con este mismo punto de partida experimentó con las mezclas de color hechas en el ojo-cerebro en películas como 69 (1968) y 70 (1970), en las que genera continuidad a través de formas geométricas que se mueven, pero que cambian de color a toda velocidad, de un fotograma a otro, convirtiendo así al ojo del espectador en paleta de pintor.
Tras toda esta explosión creativa que se extiende en tantas direcciones, a partir de 1964 (volvió a los Estados Unidos en 1959), con Fist Fight, que abre este programa, Breer se empieza a mover hacia un terreno que incorpora todo ese saber y hacer en películas que se tocan con lo personal, y que en cierto modo pueden verse como las únicas home movies posibles de un artista del flicker y la abstracción. Fist Fight se hizo para acompañar el estreno en Nueva York de la composición «Originale» de Stockhausen, y es el sonido de esa performance el que sirve de banda sonora al film. Un compendio de fotos se deslizan en la loca sucesión junto con formas abstractas e imaginería pop: recuerdos de infancia y juventud (fotografías de Breer de pequeño y luego en su mesa de trabajo, de su esposa, de amigos…) se unen al baile de sus experimentos a base de combinatoria de fotogramas, y con breves fragmentos de «dibujos animados».
Al comienzo de los setenta se asientan dos señas de identidad características del trabajo de Breer. Una de ellas, ideada en los sesenta con el fin de ahorrarse trabajo, es el uso de fichas de cartulina de 4x6 pulgadas (más o menos un A5) para hacer sus películas: sobre ellas pintaba con rotulador, ceras, lápiz o aerógrafo, o pegaba trozos de distintos materiales y fotografías. Estas fichas se filmaban en sucesión, y en ocasiones se recombinaban de distintas maneras. En el retrato de Breer filmado por Jennifer Burford podemos ver, además de sus mutoscopios, su sistema de trabajo con las fichas. La segunda seña de identidad es la rotoscopia, técnica de animación inventada por Max Fleischer en 1912 y que consiste en calcar, uno a uno, fotogramas de una película «de acción real». El objetivo de Fleischer era conseguir que sus personajes (Koko the Clown, y luego Betty Boop) se movieran de forma realista; Breer toma los movimientos humanos de sus películas domésticas, centrifugándolas en el universo colorido y parpadeante de sus animaciones.
Es en Gulls and Buoys (1972) donde empieza a usar la rotoscopia. El título (gaviotas y boyas) nace de los carteles de los baños de un restaurante playero, en juego de palabras con «girls and boys». Con metraje filmado en 16 mm de un viaje a Rhode Island con su mujer e hijos, Breer se inicia en la rotoscopia a su manera: un bebé jugando en la arena, un niño entrando en el agua, el horizonte marítimo y sus gaviotas pasando, en secuencias llenas de digresiones y cambios de color. El mundo de los niños ocupa un lugar preponderante en otras películas del programa: Trial Balloons (1982) parte de esos globos en forma de salchicha con los que se hacen animales y gorros en los cumpleaños. De esa imagen real, junto con la de un bebé dando pasos vacilantes, y una pareja batiéndose al ping-pong (entre otros pasatiempos), parte una animación con rotuladores abstracta e igualmente juguetona, como la banda sonora del film que nos brinda la música desafinada de un juguete electrónico y el pitido de un globo deshinchándose. He aquí también otro motivo recurrente en las películas de Breer, que es las idas y venidas entre la bidimensionalidad y la tridimensionalidad. Si el collage cubista de Picasso o Braque nos recordaba la planitud del lienzo, los objetos que súbitamente entran en cuadro durante un par de segundos en las películas de Breer nos «sacan» de la ilusión del dibujo animado en un breve flash de realidad, recordándonos al mismo tiempo el trabajo intensivo que implica el proceso de filmar cuadro a cuadro.
Los cartoons (recordemos, en inglés son tanto caricaturas como dibujos animados) son importantes en el trabajo de Breer, y se asoman en muchas de sus películas (aquí tenemos el ratón de Fist Fight, por ejemplo). De niño dibujaba caricaturas, y en películas como Horse Over Tea Kettle (1962) retoma esa idea con animales y objetos domésticos dibujados con rotulador que se metamorfosean como las fantasmagorías de Emile Cohl, pero para disolverse más bien en sus formas elementales, en manchas de color o en líneas difusas. Esta idea traspasa a ATOZ (2000), que es un abecedario animado hecho para su nieta Zoe, que incluso se permite encapsular un guiño a su film Recreation.
Cierra el programa Time Flies (1997), que se abre con los ronquidos de Breer como banda sonora, y con una foto suya echándose una siesta de abuelo. Un reloj se transforma en gaviota veloz, las fotos de las vacaciones en la playa, del gato al sol, del jardín y de la cocina de casa son elementos más en un collage que incluso se permite oblicuas alusiones al deseo sexual en humorísticas y vagas caricaturas. Una de sus últimas películas (Breer murió en 2011), la condensación más perfecta de todos los años de experimentación a sus espaldas. Como si la cámara de 3D de Breer padre y sus películas familiares ultraterrenales, hubiesen dejado, sin quererlo, una huella indeleble en Breer hijo: la de transformar lo doméstico en material para los más sofisticados dispositivos visuales, pues lo cotidiano e intrascendente es la verdadera materia de la que está hecha la vida.
Por Elena Duque