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Al alcance de la mano. Presencia de Jonas Mekas

A propósito de la sesión "Jonas Mekas. Mantén un diario y el diario te mantendrá"

Participantes
Gonzalo de Lucas
Directores
Jonas Mekas

 

Film the “rhythm” of truth

Jonas Mekas, Out-Takes from the Life of a Happy Man

 

«El lector debería de estar movido no solo y principalmente por el impulso mecánico de la curiosidad ni por el impaciente deseo de llegar al final, sino por la placentera actividad del viaje en sí.»

Coleridge

 

En una conversación con Jonas Mekas, Stan Brakhage comentaba que en sus clases intentaba concentrarse en lo biográfico para que los estudiantes pudiesen sentir los movimientos emocionales y físicos que hay detrás de las obras de los artistas. Recordaba que fue su mujer, Jane, quien le hizo percibir esta potencialidad («ella es capaz de describir literalmente la apariencia física de una persona escuchando una pieza de música o viendo una pintura»), y que si bien al principio le había parecido algo estúpido, con el tiempo también se había convertido en algo central para él: «Quiero llegar a la sensibilidad viva a través de la audición o lectura».

En el sexto capítulo de As I Was Moving Ahead Occasionally I Saw Brief Glimpses of Beauty (2000), Jonas Mekas señala al espectador: «Esperas descubrir más cosas sobre el protagonista, es decir, sobre mí, el protagonista de esta película. Así que no quiero decepcionarte. Todo lo que quiero contarte está aquí. Aparezco en cada imagen de esta película. Estoy en cada fotograma de esta película. Lo único que has de saber es cómo leer estas imágenes».

A poco de llegar a Nueva York en 1950 como exiliado, tras haber pasado por diferentes campos de trabajos forzados y de refugiados, y con el dinero ganado en las fábricas, Jonas compra junto a su hermano Adolfas una cámara Bolex. Desde ese día —aunque largo tiempo inconscientemente, hasta Walden— emprende uno de los más originarios filmes-río de la historia del cine, un diario que abarca más de cuarenta horas de película montada, con imágenes rodadas desde 1950 hasta su fallecimiento, en 2019 («en realidad, todo mi trabajo fílmico constituye un único film. No hago verdaderamente películas: simplemente filmo. Soy un filmador, no un cineasta»).

Este trabajo de depuración e inscripción de su cuerpo y figura en las imágenes, a través de los gestos fílmicos del rodaje y el montaje, fue obra de toda una vida, una vida en trazos de película fotosensible. De forma original en la historia del arte, aprovechando aspectos específicos del medio fílmico, una vida mostrada, no narrada, a través de las apariencias y compuesta dentro de las posibilidades encuadradas dentro del fotograma (ese límite o ventana que la poética del cine puede abrir ensanchando y potenciando su naturaleza fragmentaria) y de su sucesión en el archivo, la escritura del montaje, y la proyección; de la danza de granos de película fotosensible, de las huellas puntillistas de luz, que la mano de Mekas persigue como vislumbres, glimpses, igual que un niño trata de coger los copos de nieve; esa fugacidad que celebra sin empeñarse en detener ni retener, mostrando justamente que se nos escapa de las manos, mediante una reacción nerviosa de las tomas —temblorosas, inestables, inquietas—, desencuadres, descentramientos, sobreexposiciones, que nos hacen recordar aquellas frases de Chris Marker sobre la filmación de la felicidad, en Sans soleil, a través de las imágenes de tres niños en un prado de Islandia: «Retomé el plano entero añadiendo este final un poco desenfocado, este cuadro tembloroso por la fuerza del viento que soplaba en el acantilado. Todo lo que había cortado para hacerlo más nítido y que explicaba mejor que el resto lo que veía en ese instante porque lo tenía al alcance de la mano, al alcance del zoom hasta su último 1/24 de segundo».

Como observa Patrice Rollet, las imágenes de Mekas quizás no deban verse tanto como memorias sino como realidades físicas, presencias visibles: «Cuando Mekas las coge con sus manos o las contempla en la sala de montaje, estas imágenes, estos trazos mnésicos inscritos en la memoria, son, ahí, reales, más reales finalmente que sus propios recuerdos, que se descoloran en el tiempo». Y en uno de los comentarios del cineasta en Out-Takes…: «¿A quién le importan los recuerdos? No, no me importan mis recuerdos, pero me gusta lo que veo, lo que filmé con mi cámara, y ahora vuelve, está ahí, y todo es real. Cada detalle, cada segundo, cada cuadro es real y me gusta, me gusta lo que veo. ¿Por qué más voy a mostrar, compartir con ustedes, estas imágenes, esta realidad de las imágenes?».

La obra de Mekas, más que un ensayo sobre la memoria, no digamos ya una melancólica introspección, quizás sea una ars poetica sobre los gestos de filmar la realidad, y después contemplar esos gestos, como escritura autónoma, en la moviola y proyectados. Nada más, pero nada menos, que aquello que se puede ver en la superficie. Su intención cinematográfica ya la prefigura Mekas cuando, en 1952, escribe en su diario: «El siglo veinte (¿o fue el diecinueve?) produjo a Freud y a Jung: excavaciones en el inconsciente. Pero también produjo el cine, donde el hombre es representado y definido por lo que ve, por la superficie, y en blanco y negro: como si desafiara a ambos, a Freud y a Jung. La superficie lo dice todo, no es necesario analizar los sueños: todo está en el rostro, en los gestos, nada está oculto en la realidad ni enterrado en el inconsciente: todo es visible… Hablan sobre Hollywood como el lugar de los sueños. No, es exactamente lo contrario».

Quizás valga la pena considerar entonces cómo surgieron estos gestos, qué clase de evasión, de ensanchamiento perceptivo perseguiría aquel exiliado y obrero llegado a Nueva York. En Ningún lugar adonde ir, anota en diferentes momentos sus sensaciones al trabajar en una fábrica y sentir que las manos quedan presas de los gestos de la cadena de producción, así el 7 de junio de 1950: «La mayoría de veces me ponen en la máquina de tornillos y el trabajo es ligero y sencillo, las manos trabajan solas automáticamente, y la cabeza no tiene nada que hacer. Así que pienso en todo, en cada detalle mínimo, recorro todo el día; después empiezo a alejarme, a disolverme, en sueños, en planes».

Ya al final de su vida, en la entrevista que nos concedió para el libro Xcèntric Cinema. Conversaciones sobre el proceso creativo y la visión fílmica, Mekas respondía a Pip Chodorov a propósito de la improvisación: «Se trata de estar muy receptivo, muy receptivo al momento en que lo haces, muy despierto, muy en contacto con tus herramientas y la realidad a tu alrededor, el lienzo, el pincel, la cámara, la piedra, los dedos, el latir de tu corazón, y la nada, el silencio. Es como meditar. Despojarse de todo e intentar llegar a un estado vacío desde el que todo emerge. He trabajado en ello toda mi vida. Todos los libros que leí durante los cinco o seis años de guerra y en los campos de posguerra. Estaba puliéndome, preparándome. Pero, cuando conseguí mi primera Bolex a inicios de 1950, de repente sentí que no sabía nada. La cámara no decía lo que yo quería decir. Iba por su propio camino. Me sentía un idiota. Era como entrenar a un potro salvaje. Así que, sin exagerar, tardé unos siete o diez años en liberarme de los estilos y los temas, de la directa imitación de los otros, para dominar mi cámara hasta tal grado que pudiese empezar a filmar sin tener que pensar, al ver después lo que había filmado, «¡qué demonios es esto!». Aunque no solo me costó dominar la cámara, la herramienta, el caballo: también necesité ganar seguridad, confianza en lo que estaba haciendo. Tardé mucho tiempo. Solamente fue después de ver las películas de Marie Menken que supe que estaba bien encaminado, filmando, tomando notas sin sentido. Y fue Lillian Kiesler quien me dijo, después de la proyección de Walden en su casa, que no debería sentirme mal por mis fotogramas nerviosos, que era mi carácter, que era a través de mi carácter que veía y filmaba lo que filmaba, y que no podría huir de él».

Pensando en algunas implicaciones de las ideas que suscita esta experiencia del aprendizaje de la cámara como instrumento para encontrar la propia visión y presencia, poetizando la técnica, recordé aquella conversación que Mekas tuvo con Kubelka en que hablaban sobre cómo apreciamos tanto la belleza porque es decisiva para nuestra supervivencia, y en aquel pasaje en que Kubelka le dice: «Siempre trato de volver a las fuentes en cada campo en el cual trabajo. Y la concepción del arte que la mayor parte de la gente tiene es la concepción romántica, ese arte del siglo xix que asociamos a la brillantez y a la destreza, a obras que se ejecutan y que otros aplauden. Pero los campos de las artes son innumerables. Usted puede ser un artista de las caminatas callejeras, dominar el arte de señalar cosas o de comer. El arte es, creo, un modo de articular la existencia; es una articulación del modo en que uno ve el mundo, o el modo en que lo comprende. Y esta articulación debe ser aplicada a través del medio».

Se diría que las filmaciones de Mekas no pretendían socavar las apariencias visibles para extraer algún misterio oculto; estaban llenas de incertidumbre acerca de lo que veía, pero movidas por un placer y entusiasmo que, como aquellos soviéticos de los veinte, celebraban un nuevo espacio de la visibilidad o para la visión. Cultivo o siembra paciente en su caso, que profundizaría en su idea de cineasta —el trazo, el gesto diarístico— mediante la insistencia y la perseverancia, y en formas diversas, el retrato, el poema, las home movies, esbozos…

Durante todo este tiempo el núcleo, el corazón de su presencia fílmica, en busca del ritmo de la verdad —los gestos emancipados, liberados de las cadenas de producción—, siempre fue el mismo, un acercamiento diario y sostenido, en forma de cántico poético, a esa naturaleza fotosensible que moldeó su siglo: apariencias discontinuas, fotogramas que el cineasta monta o agrupa desde su desorden azaroso, sin una línea fija cronológica, y que al fin no son tanto una proyección autobiográfica como una obra material, física, solo que de una rara clase de sustancia —la película—, acaso semejante a aquellas piedras preciosas de las que hablaba Walter Benjamin: «Las imágenes separadas de sus contextos iniciales son como piezas preciosas en los sobrios recintos de nuestra comprensión posterior, parecen fragmentos o torsos en la galería de un coleccionista (…). Los recuerdos no siempre constituyen una autobiografía (...). La autobiografía tiene que ver con el tiempo, con su transcurso y con aquello que constituye el flujo continuo de la vida. Aquí, en cambio, estoy hablando de un lugar, de momentos, y de discontinuidades».

El día en que falleció Jonas Mekas justo había proyectado en clase, para unos alumnos poco familiarizados con las vanguardias fílmicas, el fragmento de As I Was Moving… en que nos habla de la nieve y el paraíso. Era magnífico ver el modo en que se conectaban emocionalmente, cómo sentían y asociaban esas imágenes con sus películas interiores y con el potencial creativo de aquellos gestos mínimos, justo los principios del montaje y la creación que intentábamos trabajar. Mientras regresaba a casa pensé otra vez en cómo el cine de Mekas, que en su día, como reconocía Sitney, casi nadie imaginó perdurable, supone hoy una visión tan cercana para ellos, quienes tempranamente han tomado intuitivas y regulares imágenes que reaccionan a su vida. Aquella tarde supe de su muerte, y volví a pensar en cuando el cine nos acerca a lo común, para que cada uno de nosotros lo pueda ver diferentemente: «Sin saberlo, inconscientemente, llevamos… cada uno de nosotros llevamos en nuestro interior, en algún lugar profundo, algunas imágenes del paraíso... algunos fragmentos de mi mundo, de mi mundo, que no es tan diferente del de cualquier otro, del mundo de cualquier otro».

Reza bien la cita de Mae West en un cartel de He Stands in the Desert Counting the Seconds of His Life: «Mantén un diario y el diario te mantendrá».

 

Gonzalo de Lucas


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