Mucho antes de que el cine entrara en los museos, los cineastas proyectaron el arte (sus procesos, sus historias) en la sala. En 1915, un jovencísimo Sacha Guitry filmaba a Renoir, Monet, Degas o Rodin, los últimos maestros del diecinueve; Man Ray filmaba a Picasso durante sus vacaciones en la Costa Azul en 1937; Jonas Mekas a Andy Warhol junto al mar y Andy Warhol a Dalí en la Factory. Era 1966. En medio siglo, el cine había acompañado (e impulsado) las grandes transformaciones del arte, desde el impresionismo al pop art. La pantalla –como el blanco o azul de los orígenes- podía ser una ventana al taller de Matisse, Pollock, Cocteau, Bacon o Pasolini; y el cine, una forma única y privilegiada de asistir y guardar memoria del arte haciéndose, de documentar los gestos del creador, la intimidad de su taller.
Si las filiaciones entre artistas pueden ser reveladas y proyectadas en común, en “El cine piensa el arte” reseguimos esa memoria. En vez de buscar las relaciones analógicas entre el cine y la pintura, o entre el cine y la fotografía, descubrimos las relaciones entre aquellas películas que se muestran en el proceso de pensarse, de indagar en las posibilidades y los límites de sus materias y soportes: ensayos sobre el tiempo, el ritmo, el montaje, los medios artísticos. Son las historias subterráneas del arte.
Si entre la cámara de Man Ray y la Bolex de Jonas Mekas, o entre la fotografía de Sacha Guitry con una moviola al lado de su cama y las imágenes de Godard reviendo las imágenes de Passion en su sala de montaje, existe una filiación profunda, es porque todos ellos se apropian de las herramientas del cine (cámaras, moviolas) para ensayar una escritura propia, a modo de dietario o cuaderno de notas.
Al margen del cine convencional y de las normas industriales (de duración, género, etc), en un loft de Nueva York, en una sala de montaje en Rolle o en la Villa Santo-Sospir, algunos artistas investigan sobre sus procesos creativos. En ese espacio cotidiano (laboratorio, escritorio, estudio), Godard reflexiona sobre el “viejo arte” o Cocteau sobre los colores y los trazos de la película cinematográfica, y lo hacen con sus medios específicos: película, pinturas, encuadres, duraciones.
Una de las cualidades más bellas del cine es la capacidad para ser evidente y misterioso al mismo tiempo, para darnos a ver las cosas (dejar un documento, una huella, una prueba) a la vez que abandonarse a nuestros recuerdos y transfiguraciones; para pensarse a la vez que evadir toda reflexión. Poco antes de empezar a hacer películas, Godard descubría en Elena y los hombres, de Renoir, un principio que haría suyo como nadie: “El arte al mismo tiempo que la teoría del arte. La belleza al mismo tiempo que el secreto de la belleza. El cine al mismo tiempo que la explicación del cine”. Por eso, empezamos estos programas con un diálogo imaginario (de imágenes y sonidos) entre Pasolini y Godard, y sus búsquedas respectivas: Pasolini, de los paisajes y rostros de un mundo arcaico, para su proyecto sobre El evangelio según San Mateo; Godard, de imágenes que escapen a lo verbal, de maneras de ver y conocer. Después, nos acercamos a las pruebas de cámara que Renoir hizo con Sylvia Bataille antes de iniciar el rodaje de Une partie de campagne, a Godard filmando a Brigitte Bardot en Le Mépris, a los Straub moldeando cada palabra de Kafka, y a Chantal Akerman ensayando ritmos, bailes y voces. Esas piezas, sobre filmes en proceso o el proceso de filmar, nos acercan a los gestos de los cineastas y a sus preocupaciones creativas.
Pronto descubrimos que son películas que superan las fronteras o las categorías que separan las artes porque trabajan sobre sus valores específicos y sus materias. Nos muestran cómo desde los años 20 el cine, la fotografía y el arte no han dejado de pensarse mutuamente, de reinventarse con aportaciones respectivas. Del mismo modo que el cine se reinventa cuando busca y encuentra formas de acercarse al arte (ensayos, diarios, retratos), también lo hace cada vez que un artista se apropia de él y lo transforma. En ocasiones, mediante experimentos privados o home movies, como Magritte o Man Ray, con sus divertimentos; otras veces, mediante el tránsito de un arte a otro, como Robert Frank o Michael Snow, de la fotografía al cine (para encontrarla de nuevo, al final del camino); o bien a través del ensayo de acercamiento a otra época (Delvaux y la pintura del siglo quince) o a la reapropiación de los gestos de otro arte (Brakhage pintando sobre celuloide y dialogando, entre otros, con los trazos de Monet y los impresionistas).
Cada sesión explora una forma de ver cómo un artista (cineasta, pintor, fotógrafo) trabaja sus imágenes –las busca, piensa, abandona, rectifica, superpone, contrasta– o dialoga con las imágenes queridas de otros artistas. Cada sesión, desvelando relaciones entre las películas o trazando una pequeña historia de las formas, propone un itinerario sobre cómo el cine piensa, se piensa, piensa con el arte.
Núria Aidelman y Gonzalo de Lucas