La filmografía de cortometrajes del cineasta brasileño Aloysio Raulino entre 1970 y 1986 es uno de los más valiosos repositorios de pensamiento cinematográfico traducido en formas visuales y sonoras de que se tiene noticia, en lo que se refiere a un ataque enfático a la tradición documental hegemónica. Entre Lacrimosa (1970) e Inventário da Rapina (1986), Raulino ha trazado un itinerario desde los márgenes, caminando a paso firme con su cámara en mano hacia los marginados de la sociedad, mientras interrogaba, a cada plano y en el montaje, el gesto de filmar al pueblo.
En 1978, el cineasta Arthur Omar publicaba un texto decisivo en Brasil, «O antidocumentário, provisoriamente» [El antidocumental, provisionalmente],[1] en el que atacaba el documental dominante: «Ese es el secreto del documental (forzado por su filiación con el cine narrativo de ficción): ofrecer su objeto como espectáculo. En el espectador interesado surge la ilusión de conocer. De dominar, a través del conocimiento, lo que la película exhibe». Aunque no se traduzca en palabras, el cine que Aloysio Raulino practicaba desde 1970 ya era una formulación radical de lo que Omar proponía como antídoto: la práctica de los antidocumentales, en la que cada película incorporaría en su propia forma la opacidad, las mediaciones, la interrogación sobre cómo filmar.
Lacrimosa, codirigido con Luna Alkalay cuando aún estaban en la universidad, es fruto de una experiencia que lo marcó profundamente: su participación en el histórico segundo encuentro de cineastas latinoamericanos de Viña del Mar, en noviembre de 1969, donde conoció las películas de Fernando Birri, Jorge Sanjinés o Fernando Solanas. Dice Raulino: «fue mi primera respuesta organizada, como cineasta, cómo ser humano, tal vez como una fuerza viva, a esta experiencia» (RAULINO, 1980, p. 58).[2] Con las miradas encendidas por ese contacto con la franja más eminentemente incendiaria del cine latinoamericano, Raulino y Alkalay parten en un auto hacia los márgenes de la gran metrópolis. «Recientemente fue abierta una avenida en São Paulo. Ella nos obliga a ver la ciudad por dentro», dice el letrero inicial. La cámara temblorosa filma los márgenes lluviosos de la gran avenida, las ruinas del país destruido por la dictadura civil-militar en su fase más represiva, mientras suenan en la banda sonora fragmentos de milongas y otras canciones populares argentinas. De pronto, súbitamente, la película se rompe en la mitad (como ocurrirá tantas otras veces en la filmografía de Raulino): el auto se detiene y el cineasta parte con la cámara en mano hacia el interior de una favela. «La basura es el único medio de sobrevivencia», dice el letrero. Lo que se sigue es un cuerpo a cuerpo entre la cámara y los rostros de los habitantes de ese paisaje posapocalíptico. Mientras el Réquiem de Mozart es entrecortado por largos silencios en la banda sonora, los dos sentidos del duelo se entrecruzan: el luto por un país secuestrado se mezcla a la batalla por la mirada, entre el baile y la lucha, que transforman cada plano en una inestabilidad permanente. Raulino no filma para retratar la miseria, sino para que los miserables nos devuelvan la mirada incisiva en el eje frontal de la cámara, tragándonos para el centro de este duelo entre quien filma y quien es filmado. El cine de Raulino es un puente clandestino, improbable, entre las ambiciones utópicas del Cinema Novo –descubrir un país invisible, revelar sus entrañas, inventar un pueblo– y la exasperación del Cinema Marginal –frente a un país sofocado por el terrorismo de Estado, ahogarse en la basura y pasar a la agresión.
La cámara de Raulino persigue los rostros de los marginados, pero siempre con la consciencia de que no es posible filmarlos sin interrogar, a cada plano, el propio gesto cinematográfico. En Jardim Nova Bahia (1971), el retrato de un lavador de autos y de la comunidad nordestina en São Paulo se bifurca en un experimento pionero: pasar la cámara para que Deutrudes Carlos da Rocha pueda filmarse a sí mismo y a sus amigos en un viaje a Santos. El espectador parece invitado a encontrar en los encuadres de Deutrudes los índices de un cuerpo históricamente marcado. Pero entonces empieza a sonar «Strawberry Fields Forever» en la playa nublada, y lo que parecía ser un ejercicio bienintencionado de transferencia de poder cambia de figura: «misunderstanding all you see», la autoría es borrosa y la pregunta sobre a quién pertenecen esas imágenes es irrespondible. Estamos muy lejos de la demagogia: la película no es una cesión de propiedad, sino el devenir radical de un cine impropio, en el cual las ideas mismas de autoría y propiedad se vuelven indecidibles.
Teremos Infância (1974) empieza como un retrato de Arnulfo Silva, un hombre que transita por las calles de São Paulo y se autodefine como «el más ilustrado físico orientador de la paz de espíritu universal». Entre imágenes de la ciudad y su rostro en primer plano, Arnulfo nos cuenta las agruras de su infancia miserable cuando, súbitamente, la cámara de Raulino hace un reencuadre para encontrar a dos niños que viven en la calle y observan atentamente el rodaje, bien al lado del grabador de sonido. Como una suerte de milagro cinematográfico, la infancia rememorada por Arnulfo se materializa en el fuera de campo. A partir de entonces, la película partida al medio se dedicará a acompañar a esos niños, en una deriva por la ciudad que se convierte en una serie de interacciones malogradas. Movimientos incisivos hacia la mirada opaca de los niños, intentos de extraer algo de ellos en la banda sonora («¿Pero decir qué?» / «¡Inventa una historia!» / «Pero no sé decir nada…»), todas las fisuras, todas las brechas en la relación entre quien filma y quienes son filmados son asumidas por el montaje como el verdadero interés de la película. Teremos Infância no es un documental sobre la niñez miserable, sino un amontonamiento ensayístico de espejos rotos.
En el prólogo de O Tigre e a Gazela (1976), la pantalla es tomada por una enigmática imagen: un par de manos que limpian unas gafas empañadas, se levantan frente a una blancura que no deja distinguir nada más allá del cristal opaco. Mientras escuchamos en la banda sonora una cita de Frantz Fanon («El cálculo, los silencios insólitos, las segundas intenciones, el espíritu subterráneo, el secreto, todo eso, el intelectual lo va abandonando al sumergirse en el pueblo»), la película interpone otras dos mediaciones –además de la de la cámara– entre el espectador y el mundo, en una investigación material sobre la naturaleza del gesto figurativo. La relación entre el intelectual y el pueblo, analizada por Fanon, será el leitmotiv subterráneo de O Tigre e a Gazela. A lo largo de la película, Aloysio Raulino articulará dos gestos: por un lado, la inmersión en el pueblo por Fanon se traduce aquí en una disposición de cámara para el encuentro al aire libre con una serie de personajes populares que atravesaron la historia del documental, migrantes en una estación de tren, borrachos y vagabundos, bailarines en una escuela de samba; por otro lado, esta deriva documental se articula constantemente con momentos de meditación ensayística, en los que el cineasta moviliza fragmentos musicales y textuales diversos y los proyecta sobre las imágenes, en una constante operación dialéctica. La voracidad citatoria va desde Fanon y Aimé Césaire hasta Lima Barreto, la banda sonora cuenta con piezas que van desde Joseph Haydn a Luiz Melodia y Milton Nascimento. Raulino sabe que no puede hablar en nombre del pueblo, ni formar una simple alianza, por lo que decide trabajar sobre el espesor de esta brecha. «Ay, cuerpo mío, hazme un hombre que interroga», dice la chispeante frase de Fanon que cierra O Tigre e a Gazela. Este es el corazón de la invención figurativa de la película: interrogar –el pueblo, el cine–, pero interrogar con el cuerpo, en un choque permanente entre la distancia intelectual crítica y la inmersión corpórea en el mundo.
O Porto de Santos (1978) es una deriva cartográfica por la más importante ciudad portuaria brasileña, en la que la cámara de Raulino traza una suerte de mapa al revés: lo que vemos no son los puntos turísticos y la pujanza económica del puerto, y sí las zonas marginales, la lucha diurna de los estibadores y el trabajo nocturno de las prostitutas. En ese travelogue a pie, el arco figurativo será también una historia de conquista gradual de las miradas, de crecimiento de la confianza entre quien filma y quienes son filmados –una relación, sin embargo, nunca desterrada del enfrentamiento. El vértice de este alboroto se produce cuando, en uno de los bares del muelle, Raulino compone un retrato de grupo, en el que destaca un grupo de mujeres que ríen, conversan, miran confidentes hacia la cámara. Es entonces cuando la voz de una mujer empieza a ocupar la banda sonora, proyectándose sobre la música y los ruidos del bar: «¿Podrían ustedes hacer una película sobre nuestras vidas?» En la voz de las prostitutas de Santos, el rumor del pueblo se hace por un momento inteligible, penetra la banda sonora para reclamar otra película. Si en Teremos Infância, era Raulino quien interrogaba a los niños en busca de historias, aquí son estas mujeres las que desafían al cine, exponiendo sus deseos de representación. La película sobre la ciudad partida se convierte en una película rota, rasgada desde adentro por una energía figurativa que es incapaz de controlar.
Inventário da Rapina (1986) es una película-límite. Por primera vez en el cine de Raulino, la deriva por la ciudad es acompañada por una vuelta de la cámara hacia el propio cineasta y su familia. Su solipsismo y su insularidad, tan poco comunes en la filmografía de Raulino, conforman la constatación de que quizás ya no era posible, al menos en Brasil en aquel momento, afirmar la rebelión del pueblo sin reconocer la soledad del poeta. En el mismo movimiento, sin embargo, están por última vez, las miradas de los niños, con los ojos vendados, pero también francos, decididos. La cámara que se vuelve por primera vez hacia el propio cineasta es la misma que parte, una vez más, hacia la calle. Una vez más, el cine de Raulino se niega a afirmar el desastre de la desintegración del pueblo sin ver la promesa de un pueblo que está por venir. Una vez más, el cine se desgarra y estalla en mil pedazos, pero Raulino insiste en caminar sobre sus escombros.
En un texto de Guy Hennebelle y Raphael Bassan de 1980, publicado en un dossier de la revista CinémAction dedicado a las «dos vanguardias» –la «blanca» (experimental) y la «roja» (militante)–, encontramos la confirmación de una idea que es muy valiosa para pensar el cine de Raulino: «En América Latina, la brecha entre 'cine militante' y 'cine experimental' no es tan clara, ni de la misma naturaleza, que en la mayoría de los países industrializados» (HENNEBELLE; BASSAN, 1980, p. 190).[3] Desde el sur, hay que pensar diferentemente la pretensa división entre cine experimental y cine militante, y el cine de Raulino es un territorio privilegiado para reflexionar sobre esto. Su compromiso político con la figuración del pueblo fue, siempre, indisociable de una búsqueda experimental profunda, que ha transformado los parámetros de la propia posibilidad de figuración cinematográfica.
Por Victor Guimarães
[1] OMAR, Arthur. «El antidocumental, provisionalmente». En: PARANAGUÁ, Paulo Antonio (ed.). Cine Documental en América Latina. Madrid: Ediciones Cátedra, 2003, p. 468-471.
[2] RAULINO, Aloysio. «Depoimento». In: ROBERTO DE SOUZA, Carlos. SAVIETTO, Tânia. (orgs.). 30 anos do cinema paulista - Cadernos da Cinemateca 4. São Paulo: Fundação Cinemateca Brasileira, 1980. p. 55-62.
[3] HENNEBELLE, Guy y BASSAN, Raphaël. «Les deux avant-gardes». CinémAction, núm. 10-11, 1980, p. 5-7.