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La postal al servicio de lo imaginario

A propósito de la sesión "Antropología compartida: Petit à petit, de Jean Rouch"

  1. Alguien me piensa

«Nos equivocamos al decir: yo pienso. Deberíamos decir: alguien me piensa». Jean Rouch descubrió a Rimbaud en la escuela. Más tarde, reconoció la diferencia entre el moi y el je, y en la formación de un relato simulante, de una simulación de relato, se reencontró con ese «yo es otro». El relato veraz quedaba así destituido. La forma de identidad yo=yo (o su forma degenerada, ellos=ellos) ya no era válida. Fue pues Deleuze quien vio en Rouch al cineasta-otro: practicaba un discurso indirecto libre, tomaba a los personajes reales, autónomos, como intercesores. «Un negro hace de negro a través de personajes blancos; y el blanco encuentra en ellos la posibilidad de hacerse negro» (Moi, un noir). Rouch era como un camaleón: de él decían que se convertía al color del lugar al que llegaba.

En 1941-1942, Rouch conoció en Níger a un pescador sorko llamado Damouré Zika. Distanciándose de la élite francesa, Damouré le introdujo en el círculo de pescadores. En 1946-1947 volvió a Níger, pero esta vez no para construir carreteras, sino como antropólogo. Allí conoció a Lam Ibrahima Dia, un pastor peul, y se reencontró con Damouré. Juntos, descendieron el Níger en piragua, y poco después filmó por primera vez al segundo. El joven pescador, al verse en Chasse à l’hippopotame jugando con un bebé hipopótamo, propuso a Rouch «inventar una historia, hacer una película de verdad». Fue así como Damouré se convirtió en colaborador de Rouch en Les maîtres fous o Mammy Water y, junto con Lam, en intérprete, chófer, técnico, amigo y creador de un proceso ficcional donde los personajes evolucionaban en el tiempo. Junto con Illo Gaoudel, un pescador bozo, inventaron el serial: Jaguar, Petit à petit, Cocorico Monsieur Poulet, Babatou, les trois conseils, Madame L’Eau o Moi fatigué debout, moi couché (Tallou Mouzourane sustituyó a Illo en las cuatro últimas). «Todas las películas que hago son siempre Jaguar», declararía Rouch.

Tres rostros, tres temperamentos, tres etnias. En Petit à petit, Damouré y Lam son incluso consultores de montaje —Rouch había improvisado una sala y un estudio de mezclas en el Musée de l’Homme, donde proyectaba los rushes a medida que filmaba— y, junto con Illo —además del ayudante Moustapha, del secretario Albora, de los asistentes Moussa e Idrissa y del mensajero Tallou—, los ricos socios de la empresa ficticia de importación-exportación de los tiempos de Jaguar, «Petit à petit». Damouré había anunciado a Rouch que se disponía a realizar una residencia sobre la transición de las lenguas africanas en París con la UNESCO, a lo que este respondió con la propuesta de rodar la continuación de Jaguar. Sin bolígrafo ni papel, Damouré y Rouch inventaron la historia en una noche. En dos días se construyó la falsa oficina de Ayourou y se filmó el prólogo de Petit à petit junto con el verdadero viaje de Damouré, su bajada del avión, el descubrimiento de la Torre Eiffel desde el Trocadéro y el envío de la primera postal. A partir de ahí, Damouré recorrió la ciudad solo, durante los 3-4 meses de su estancia, comenzando su diario de explorador con la promesa de redactar informes precisos.

Tres máscaras africanas, tres arlequines, tres brighellas. A partir de la trama de partida, los personajes inventaron una commedia dell’arte a gran escala con el suplemento del gesto, la acción y la puesta en escena improvisada del cineasta. Su lenguaje burlesco se fue perfeccionando a fuerza de conocerse: no era la picaresca del cómico de situación o de caracteres, sino que su «gimnasia acrobática» surgía de una forma superior de amistad, de un savoir vivre, de una jovialidad en donde la verdad emergía de la risa, de la gran broma. Su tránsito entre estados no reflejaba la realidad, sino que la provocaba, la creaba, como en aquellas imágenes falsas en sus detalles que había filmado Eisenstein, de donde brotaba, según Rouch, la vida mexicana. Repitiendo sus papeles de película en película, la persona se metamorfoseaba; parecía que los actores cambiaban sus pieles por la del personaje, que las identidades proteiformes eran inseparables en su devenir. Pero ninguno de ellos era en la vida lo que era en la historia: no se interpretaban a sí mismos ante la cámara y el micrófono, pero tampoco dejaban de ser del todo ellos mismos, pues se veían y se imaginaban, se hacían otros (Rouch comparó este intervalo entre el personaje y la encarnación en la pantalla con el cine trance). Afirmándose primero como real, nunca como ficticio, el personaje confirmaba su ficción desenfrenada como potencia y no como modelo. En el cine, arte del doble, la vida se vive en el límite de la ficción fabuladora. El personaje deviene real cuanto más ha inventado, es «productor de verdad», como nos dice Deleuze: el menor incidente se convierte en una potencia de lo falso, pues el de Rouch no es tanto un cine de la verdad como la verdad del cine.

En la banda sonora de Jaguar, Rouch mezcló las conversaciones originales filmadas en 1957 con el comentario a posteriori grabado por los actores durante la proyección, mostrándoles las imágenes montadas en 1967. Tanto las voces como los procedimientos de registro habían cambiado en ese desfase duplicado. En algunas escenas de Petit à petit, el comentario a posteriori de Damouré había quedado transformado en una voz interior que a veces tomaba la forma del monólogo —una especie de extensión de las notas de su diario— y otras la del diálogo imaginario, como cuando Lam, desde África, le responde en su paseo por el bosque. Es en estas escenas mudas donde los personajes se revelan a través de la fantasía. Cuando Rouch montaba las imágenes evocadas por Safi sobre su país y el canibalismo, la palabra se convertía en «estado naciente», en acción desencadenada capaz de inquietar a los personajes o de crear enigmas, como esas réplicas lanzadas que parecían no conducir a nada, como esos momentos de duda en una conversación en cuyos meandros se entraba y se salía de golpe. Sería inútil escribir guiones o diálogos para una sociedad que se cohesionó oralmente; a Rouch le bastó con someterse felizmente a la improvisación, al arte del logos y del gesto, a la poesía natural de los juegos de palabras del «francés quebrado» de Damouré o de Lam —las lenguas criollas africanas estaban en pleno desarrollo creativo. Solo la toma larga ofrecía la duración necesaria para expresarse; los diálogos nacían de la réplica precedente al ritmo del habla de quien va caminando.

El cine de Rouch no es más verdadero que la realidad, sino tan verdadero como la ficción. El propio proceso de creación genera la duda. ¿Soplaba Rouch las palabras que repetirían Lam y Damouré? Maxime Scheinfeigel se pregunta por este complejo dispositivo intrafílmico: por un lado, se evitaba el miserabilismo recurriendo al poder y al dinero con el que un antropólogo viajaría por África; por el otro, se pretendía trascender la caricatura del etnólogo blanco a quien parodiaba el etnólogo ficticio negro (¿el propio Rouch? La identidad del caricaturista también era desconocida). Damouré no solo estudiaba la geografía, la sociología y la psicología francesa como alter ego del cineasta, sino también como su doble profílmico e intradiegético. Era un nuevo personaje para el cine, pues, como afirma Scheinfeigel, en Petit à petit el otro ya no es el africano que viene de lejos, sino nuestros conciudadanos, la tribu parisina. Ante un nuevo sujeto de la mirada, un nuevo objeto mirado (como en Jaguar lo fueron los sombas).

El otro no es visto objetivamente ni ve subjetivamente, produce a otro. Es el papel perturbador del observador por definición (el ojo extranjero ve cosas que el local no percibe). Si el etnólogo es tantas veces aquel que extrae teorías generales de los análisis particulares, y si la antropología era, como pensaba Rouch, la hija mayor del colonialismo, solo si invitaba a los etnólogos africanos a estudiar a su propia tribu se podría generar un intercambio con quienes antes eran únicamente objeto. En Petit à petit, el estuche de antropólogo de Damouré no solo es un operador de ficción que contiene todas las imágenes anteriores, sino que la inversión de la perspectiva queda sometida a una sátira esquematizada: retomando la objeción de Ousmane Sembène, Rouch parecía animar a Damouré a tratar a los transeúntes parisinos casi como si estos fueran insectos. De un lado, se estrellaba el mito del hombre occidental para quien solo conocía Francia a través de unas pocas postales; del otro, puesto que la antropología compartida no consiente los secretos robados, a partir del momento en el que las impresiones de Damouré quedaban por escrito, era preciso mostrarlas. El río prisionero, las vacas-hipopótamo o los pollos electrocutados asombran a Damouré casi tanto como le escandalizan los rasgos físicos de los franceses, la falta de cortesía o que las jóvenes vistan con minifalda. Pero, en definitiva, la secuencia de la toma de medidas, nos recuerda Scheinfeigel, era como «una valija (no) diplomática devuelta al expedidor».

 

  1. Los zapatos alados

Como filmaba en tomas únicas, disponiendo de poca película y, generalmente, con las últimas horas de luz natural, Jean Rouch contaba que las intensas atmósferas de los rodajes le recordaban a una jam session «entre el piano de Duke Ellington y la trompeta de Louis Armstrong». En un estado de fertilidad dionisiaca, la cámara enredaba y desenredaba, filmando siempre siguiendo el orden narrativo y confiando en que de esa exaltación emergiera un golpe de suerte, como en una tirada de dados. Cada toma era una oportunidad única para el éxito o el fracaso —si no funcionaba, la escena quedaba habitualmente descartada—, desencadenando la plenitud en la que se sumergían tanto el cineasta como los actores. Como si la cámara fuera un lápiz al que se podía sacar punta, parecía que la película se escribía con los ojos, con los oídos y con el cuerpo.

Petit à petit se rodó con un equipo mínimo: un asistente, un eléctrico y un sonidista. Un apartamento alquilado en el Trocadéro les servía como base de operaciones: allí se comía, se inventaban escenas y, en ocasiones, incluso se filmaban. Cuando se quedaban sin ideas, los actores salían a la calle y la cámara les seguía. Las escenas nunca se ensayaban, solo se visitaban las localizaciones, se preveían las posiciones o, junto con los actores, se recorrían los trayectos que seguiría una cámara que, para Rouch, era una mezcla del ojo mecánico y de la oreja electrónica de Vertov y de la cámara compartida de Flaherty. Tanto la Eclair como la Aaton permitían al cineasta hablar a los actores y que estos respondieran, lanzar acciones descubiertas sobre la marcha, llegar a acuerdos o hacer de red. A veces, las personas se descubrían de golpe, parcial o completamente; o hacían y decían aquello que solo se hace o se dice a causa de la cámara, pretexto y factor de un desorden que acelera los fenómenos y provoca y transforma el objeto. En ese estado de gracia, la cámara, liberada, caminaba, saltaba de un punto a otro como en un sueño, viajaba en alfombras voladoras, flotaba con los zapatos alados de Rimbaud.

Ser invisible a fuerza de estar cerca. La «cámara de contacto», con su focal corta, posibilitaba verlo todo y, a la vez, reducir la proximidad. El empleo de grandes angulares permitía al cineasta pintar con el movimiento, filmar el color, registrar momentos que eran puros signos de interrogación. Rouch afirmaba que, cuando miraba por el visor, era el primer espectador de su película, construyéndola en la cámara. Para él, el rodaje era la primera fase del montaje. En la época de Jaguar, donde la película se filmaba muda, Rouch cortaba en las propias tomas, se detenía cuando se aburría, cambiaba de ángulo y pulsaba de nuevo el botón. Es decir, montaba filmando —en Jaguar había secuencias sin un solo empalme. Pero con el sonido directo, cualquier tijeretazo provocaba un nuevo cambio en todo el material anterior y posterior. Pero del mismo modo que no se cortaba en medio de una frase o de una canción —«los prejuicios de la radio», decía Rouch—, tampoco debía buscarse la cohesión recortando una conversación en el interior de una toma. Dando forma poco a poco al material, trabajando en «montajes aproximados», el verdadero guion —se dice que siempre se comenzaba por las conclusiones y que luego se modificaban al final— era el que surgía frente a la moviola, donde Rouch tomaba anotaciones sistemáticamente. El montador, segundo cine-ojo, nunca debía asistir al rodaje, pues el cineasta esperaba su reacción de sorpresa al rebobinar una toma, un nuevo momento de gracia.

Cuenta Rouch que fue de Jacques Tati de quien aprendió a calcular los fotogramas en el montaje: en contra de lo que suele pensarse, la última imagen de un plano es siempre la importante, no la primera. Así, se probaban diferentes cortes y se buscaban codas para cada plano, reagrupados en ocasiones de acuerdo con un principio de equivalencia. En los momentos de ensoñación, auténticos «pasaportes hacia lo imaginario» que se han relacionado con la pintura surrealista, se disponía de los procedimientos de reproducción más reales al servicio de lo irreal. Es el caso del montaje que confronta el trabajo y la diversión en la versión larga de Petit à petit: Ariane aplasta sus manos contra el cristal de las oficinas; Safi pasea con un velo transparente y toma el sol en la playa, desnuda. El impacto de estas imágenes contra el primer plano de las vetas de una roca, una suerte de condensación de los malos augurios asociados con el nuevo rascacielos, desemboca en una forma de sortilegio: Ariane y Safi, tumbadas sobre los azulejos azules de una piscina vacía, cogidas de la mano, repiten mecánicamente las palabras «petit à petit». De repente, el letrero en el que aparece el nombre de la empresa se está cayendo; sobre esos mismos azulejos rojos del nuevo edificio, los cuerpos sonámbulos materializan su conjura, fruto del cansancio. Las fantasías se derrumban; comienza el capítulo de las ilusiones perdidas.

 

  1. Las ilusiones perdidas

Conversando con Jean-Luc Godard en la época de Petit à petit, a Jean Rouch se le ocurrió la hermosa utopía de realizar una película de 23 horas con la idea de que se proyectara a diario, ininterrumpidamente, con una hora de diferencia. De ese modo, en 24 días se podría ver la película completa si todos los días se acudía al cine a la misma hora. Fue en sus experiencias con la duración donde el cineasta descubrió que el tiempo se transformaba en espacio: por ejemplo Jaguar, la semilla de Petit à petit, se proyectó en una versión de tres horas en la Cinémathèque. Y las diez horas de rushes de Petit à petit, proyectados en un cine de los Campos Elíseos en el orden de las secuencias, sirvió de inspiración a Jacques Rivette a la hora de rodar y montar Out 1.

La sala de montaje parecía desencadenar entonces las diferentes versiones. En el caso de Petit à petit, la corta estaba formada por tres partes de media hora, mientras que la versión larga —la original—, se construyó en tres episodios de hora y media, permitiendo comprender mejor la naturaleza del proyecto. Así, el título de la primera parte, Lettres persanes, encuentra su correspondencia en la novela epistolar de Montesquieu, en la que dos viajeros persas escriben a sus amigos contándoles sus impresiones sobre la sociedad francesa.[1] Las digresiones y el estado fragmentario de las cartas de la versión larga concuerdan con el trabajo antropológico de Montesquieu, diluido, como Petit à petit, en las distintas voces. El título del segundo episodio, Afrique sur Seine, es un homenaje a la primera película rodada por africanos en París. El proyecto del Paulin Vieyra era un documental etnológico, al igual que la película de Rouch, pensado «a la inversa». En cuanto a la tercera parte, L’imagination au pouvoir, hace referencia a la fecha del propio rodaje, aplazado de mayo a septiembre de 1968. Una vez lanzado el movimiento, decía Rouch, este no se detiene. Su película no solo reflexionaba sobre las posibilidades del anarquismo como vía, sino que dibujaba también un panorama del postmayo parisino. 

La versión larga de Petit à petit permite, además, entender mejor determinadas incitaciones dentro del plano cultural y económico. Si bien el edificio sigue ejemplificando, como apunta Fran Benavente, una imagen ancestral del poder, un fetiche del bienestar económico del capitalismo[2] sin un valor real de uso —del almacén de pescado y mijo al establo y el harén—, en su duración original un «prólogo» muestra los cambios en la organización de la antigua y ahora rica empresa en lo que respecta a la pesca o la ganadería, transformaciones donde se confunde el desarrollo industrial con la civilización occidental, desencadenando la más pura ambición competitiva.

Decía Rouch que cuando fallece un griot se pierde toda una biblioteca. La estructura no lineal de Petit à petit recuerda a la de las leyendas y los cuentos africanos. El montaje original muestra escenas desconocidas, como el registro de las primeras impresiones de Lam de una ciudad que ha idealizado —del Arco del Triunfo o las diapositivas turísticas a los escaparates, los neones y las fuentes iluminadas de la noche parisina—, la gran cena en el apartamento psicotrópico de Safi, el baile en el que conocen por primera vez a Ariane o el encuentro privado entre las dos jóvenes en el que sospesan la posibilidad de marcharse a África. El tejido de Petit à petit parece multiplicarse hasta el infinito, como en esa trama independiente en la que se introduce un nuevo personaje, el de la chica rubia con la que Lam inicia un romance, así como el de su madre, quien le informará, poco después, que su hija está embarazada. Tras las entradas y salidas por la ventana del apartamento de la chica, saltando en el tiempo, Lam las espía y descubre que ha sido engañado, escuchando cómo anuncian la misma noticia a otro hombre, historia que él mismo relata a su vez a Damouré en tono jocoso entre insertos y paréntesis.

En las alturas, como en el parque des Buttes-Chaumont o el Sacré-Cœur, Rouch dibuja las geografías físicas y humanas de la ciudad. Frente a un gran mapa, Damouré imagina nuevas trayectorias «montañosas», mientras que Lam, que no comprende las enormes dimensiones de la capital, confunde verdaderamente los alrededores de París con Toulouse. La larga duración permite a Rouch, asimismo, sostener los recurrentes juegos de palabras sobre los nombres de las calles parisinas, pero también establecer un programa de verdaderas geografías a partir de topografías falsas, como en ese movimiento único ascendente —manteniendo una misma pista de sonido— en Montmartre, en el que el funicular propulsa a Lam y a Damouré hasta la cima nevada del Mont Blanc, para luego reaparecer frente a las escaleras de una parada de metro. Entre una versión y otra, las escenas incluso han cambiado de orden: en la versión corta, por ejemplo, unas escaleras conducen a otro lugar, mientras que en la larga viajan por Italia del sur al norte.

En Petit à petit, los lugares lejanos resultan ser próximos en lo cinematográfico, como cuando Lam y Damouré se teletransportan desde los barrios populares parisinos a unas villas ajardinadas en las que unas japonesas les ofrecen comida, o desde unas aparentes ruinas romanas a las trulli de Brindisi, cabañas de piedra que les recuerdan a sus chozas de paja de Níger. Quizá sea la sensación de nostalgia que les asalta la que potencia el inserto de un montaje mudo en el que vemos las barracas africanas, una fantasía asociativa filmada con un tipo de película diferente, manteniendo sin embargo los sonidos del tráfico italiano, como si su mente hubiera quedado engullida por un túnel del tiempo como el que literalmente les hace aparecer en Camogli, o como ese otro que les lleva de Génova —en una alusión a Cristóbal Colón, quien según Damouré «llevó los rascacielos a América»— a Sunset Blvd.[3] Cuando, ya en África, aparece el Castel del Monte en medio de los cantos de Safi, un lugar en el que ella nunca ha estado —a diferencia de Lam y Damouré, quienes una noche nos conducen hacia estas imágenes—, se tiene la impresión de que las fugas oníricas son contagiosas, como si la luna llena de la sabana les sumergiera en un estado de duermevela.

En lugar de abrir la ventana hacia un mundo desconocido, en Petit à petit Rouch lo hace hacia el suyo propio, como si se tratara más bien de un espejo que devuelve la imagen del absurdo modelo exportado por Occidente que los personajes caligrafían en África (el arquitecto parisino diseña la estructura del edificio sin siquiera visitar el lugar en el que será construido). La empresa de importación-exportación evidencia un segundo intercambio perverso: no solo consiste en vender más caro de lo que se compra, como si a través de un hombre se pudiera ver la irrupción completa del capitalismo en África, sino que los personajes son tan exóticamente trasplantados como el edificio: de ahí, como consecuencia, los privilegios de Ariane —una dactilógrafa parisina mejor pagada y sin embargo menos cualificada que la explotada dactilógrafa africana— y de Safi —una mujer africana que tal vez se ve como europea, o al menos «diferente», y que muy probablemente ha vuelto con una visión idealista de África (¡el león, las jirafas!). Frente a estos insertos y ante la imposibilidad de adoptar el modelo del otro —el vagabundo echa de menos su vino—, las jóvenes no planean volver a Europa, sino que imaginan Dakar como una versión africana de París en la que evadirse de la banalidad cotidiana de Ayourou.

La quimera del edificio se descubre finalmente como un «regalo envenenado». Cuando las barcas de remos —la imagen inicial de la versión larga— vuelven a sustituir las piraguas motorizadas, cuando se elige al caballo frente al Land Rover, se tiene la sensación de que se ha completado todo un círculo. Se proyecta, se prueba, se fracasa y se recomienza. Por un lado, Jean Rouch sabe que para completar su trabajo no basta con una vida, sino que son necesarias varias generaciones de investigadores —en África, los niños juegan a ser adultos, cocinan y espían; están presentes a lo largo de toda la película, tanto en el relato de Safi como en París o en el sur de Italia; incluso un bebé conduce a un plano de la realidad invertida, con el cielo reflejado en el agua.

«Sois jóvenes, tenéis prisa, avanzad»: la nueva utopía consiste en fundar una sociedad secreta donde las personas tendrán tiempo. «Yo paro aquí, seguid vosotros»: como en la habitual pedagogía rouchiana, tan propensa a los «falsos finales», toda llegada del viaje implica una nueva partida. Esta puesta en cuestión, este balance que solo ofrece semirrespuestas, según cuenta el cineasta, le permitió distinguir quiénes eran sus amigos reaccionarios y quiénes los revolucionarios. ¿Cómo podría sobrevivir o simplemente seguir siendo transmitida una cultura cuando hay otra que la devora? A un lado se encontraba la economía de la subsistencia, que parecía garantizar una independencia en la pesca, la agricultura y la ganadería; al otro, la dependencia industrial y tecnológica de los sistemas internos de televisiones y de la comunicación por walkie-talkies que el cineasta había imaginado para la nueva empresa. Pero la «sociedad de los viejos idiotas» no pretendía volver al modelo anterior a la colonización, ni tampoco se trataba, nos recuerda Rouch, de cambiar el rascacielos por una cabaña, idealizando la naturaleza y la vida salvaje. Damouré y Lam no van a jubilarse, sino que tan solo se detienen para reflexionar y fundar una cultura que no será la misma que ninguna de las anteriores. Tener dinero para gastarlo: este programa implica, sobre todo, no volver a importar ninguna clase de modelo.

Al final del film, en un juego de palabras, se dice: «“Poco a poco” se ha convertido en “Mucho a mucho”». Grand à grand era el nuevo proyecto que había imaginado Rouch, un film en el que Damouré, Lam e Illo se convertirían en gurús a los que vendrían a consultar los hippies del mundo entero; tendrían un prisionero, llamado Rouch, quien dispondría de una cámara gracias a la cual lo imaginario se volvería real. A lo largo de Petit à petit, Damouré ha vivido su propia metamorfosis, ha recorrido también su ciclo. Podemos imaginar fácilmente estas palabras en las últimas páginas de su cuaderno: «África es como un peatón que corre detrás de una bicicleta, la bicicleta corre detrás de una moto, la moto detrás de un coche, el coche detrás de un tren, el tren detrás de un avión, y ninguno de ellos alcanza nunca a quien va delante».

 

 

Montaje y desmontaje:

Benavente, Fran. «Jean Rouch. Puentes y caminos». Barcelona: Intermedio, 2008.

Bregstein, Philo. «Jean Rouch, fiction film pioneer: a personal account». Building Bridges: The Cinema of Jean Rouch. Columbia: Wallflower Press, 2008.

Deleuze, Gilles. L’Image-temps. París: Editions de Minuit, 1985.

Fieschi, Jean-André y Rouch, Jean. «De ‘‘Jaguar’’ à ‘‘Petit à petit’’». Cahiers du cinéma, n.º 200-201, abril-mayo, 1968.

Fulchignoni, Enrico. «Conversation avec Jean Rouch». CinémAction, n.º 17, «Jean Rouch, un griot gaulois». Dossier de René Prédal. 1982.

Rouch, Jean. «Je suis mon premier spectateur». París: Le Monde, 1 de septiembre de 1971.

Rouch, Jean, «La caméra et les hommes». De France, Claudine (Ed.). Pour une anthropologie visuelle. Cahiers de l’Homme. París: Haia, Mouton Éditeur, E.H.E.S.S.

Rouch, Jean. «La mise en scène de la réalité et le point de vue documentaire sur l’imaginaire». Jean Rouch: Une rétrospective. Gallet, Pascal-Emmanuel (Ed.). París: Ministère de relations extérieures/Centre National de Recherches Scientifiques, 1981.

Scheinfeigel, Maxime. Jean Rouch. París: CNRS, 2008.

Toffetti, Sergio. «Ma vie en Rouch». Jean Rouch. París: Édition du Jeu de Paume, 1996.

 

 

[1] «Tamaño es París como Isfahán y las casas son tan altas que parece que todos los moradores son astrólogos. Bien entiendes que una ciudad edificada en los aires, con seis o siete casas, unas encima de otras, está poblada sobremanera, y que cuando baja todo el mundo a la calle hay una bonita confusión. Pero acaso no creerás que en el mes que hace que estoy aquí, no he visto andar a nadie. Ninguno saca más provecho de su máquina que los franceses, que corren y vuelan, y los accidentarían los lentos carruajes del Asia y el paso al compás de nuestros camellos» (Carta XXIV, De Rica a Iben (a Esmirna), Montesquieu, Cartas persas.

[2] No es que el edificio acabado recuerde a un hotel, sino que se filmó en un hotel. En su nota de intenciones, Rouch habla de rodar en el Hotel Ivoire de Abiyán.

[3] Damouré y Lam nunca viajaron a América, pero Rouch consideraba que en la ficción era fundamental que la descubriesen. En las notas de intenciones explica que rodaría este material él solo, en viajes a Estados Unidos o Montreal, y que probablemente se enlazarían estos planos con otros filmados en París, en La Défense.

Fecha
12 abril 2019

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