En el curso de los las tres últimas miniseries que Adam Curtis ha realizado para la BBC –The Century of the Self (2002, cuatro episodios de una hora), The Power of Nightmares: The Rise of the Politics of Fear (2004, tres episodios de una hora), y The Trap: What Happened to Our Dream of Freedom (2007, tres episodios de una hora)– se ha producido una mejora constante, tanto en términos de contundencia intelectual y capacidad de persuasión como de desarrollo de un interesante e innovador estilo de hacer cine. Podríamos incluso afirmar que cada una de las estupendas series ha sido el doble de buena que la anterior. Pese a eso, un análisis más detallado del estilo fílmico de Curtis comienza a suscitar algunas preguntas en torno a los argumentos propuestos, así como a la forma en que estos son presentados. (En algunos de los trabajos anteriores de Curtis para televisión, como Pandora’s Box, en 1992, y The Mayfair Set, en 1999, que solo he visto por encima y no comentaré en este texto, ya podemos ver diseminadas algunas de las semillas temáticas y estilísticas que se desarrollarán en sus trabajos más recientes).
No soy ni mucho menos el primero en tratar estas cuestiones que suscita la obra de Curtis. Entre mis predecesores, me han impresionado especialmente los argumentos de Paul Myerscough («The Flow» London Review of Books, 5 de abril de 2007, vol. 29 nº7) y los del recientemente fallecido Paul Arthur («Adam Curtis’s Nightmare Factory: A British Documentary Declares War on the “War on Terrror”», Cineaste, Invierno 2007, vol. XXXIII nº 1). Partiendo del debate en torno al «flujo» televisivo, tal y como fue descrito por Raymond Williams en 1973, Myerscough expresa algunas dudas acerca de la sensualidad desmesurada así como de los atajos intelectuales y las simplificaciones, y en cierto momento llega a la conclusión de que «me inquietan más sus documentales cuando estoy de acuerdo con ellos que cuando no lo estoy». Arthur plantea dudas similares al cuestionar en más detalle algunos de los argumentos intelectuales de Curtis, y explora la posible influencia del neomarxismo profesado por John King y Andy Gill, antiguos compañeros de estudios de Curtis y fundadores del grupo postpunk Gang of Four.
Las tesis de las tres series de Curtis están claramente interconectadas. The Century of the Self explica a grandes rasgos la apropiación de la teoría freudiana del inconsciente como modelo consumista para manipular económica y políticamente a la población a través de sus deseos inconscientes. Esta apropiación fue iniciada por Edward L. Bernays, sobrino americano de Freud e inventor de las «relaciones públicas», y continuada por las encuestas Gallup, el evangelio de la conformidad social de Anna Freud, el movimiento del «Potencial Humano» que trató de derribar los principios de condicionamiento social de Anna Freud, y el desarrollo finalmente de grupos centrados en la venta de productos, tanto en Estados Unidos como en Reino Unido, entre los que se incluían candidatos políticos como Reagan, Clinton, Thatcher y Blair.
The Power of Nightmares cuenta de forma paralela la historia del islamismo militante, encabezado por Sayyid Qutb, y del neoconservadurismo, encabezado por Leo Strauss, con el objetivo de trazar el desarrollo de una tendencia política en la que el miedo ante unas amenazas construidas y en gran medida imaginarias ha sustituido paulatinamente a las promesas utópicas de la felicidad. Esta idea desemboca en la afirmación más controvertida de las tres miniseries firmadas por Curtis: que la existencia de la red terrorista Al Qaeda es principalmente una ficción inventada en 2001 como mecanismo de acumulación y consolidación del poder.
The Trap en cierta medida incorpora y amplía los argumentos expuestos en las series precedentes al mantener que el concepto occidental de libertad se ha visto reformulado en el último medio siglo y que de una libertad política hemos pasado a una libertad económica (entendida como poder adquisitivo), con unos resultados nuevamente desastrosos. Un aspecto fundamental en este cambio ideológico global es la convicción –promulgada primero por los teóricos de juegos como una forma de explicar la Guerra Fría, y adoptada finalmente por economistas y políticos– de que los seres humanos son seres fundamentalmente egoístas, desconfiados y aislados los unos de los otros; de que los conceptos de voluntad colectiva no podrán plantearse ni siquiera de forma teórica si seguimos los nuevos modelos dominados por el mercado, y de que el éxito y la felicidad son en último término mesurables de forma cuantitativa más que en función de las cualidades de aquello que se quiera cuantificar. Aquí los malos de la película no parecen ser George W. Bush –pese a que aparezca un extracto suyo especialmente estúpido («Creo que el futuro de la humanidad es la libertad») en el prólogo a las dos primeras partes– sino Bill Clinton y Tony Blair, por haber sido elegidos por plataformas liberales/sindicales y después haber cedido inmediatamente ese poder, que tanto había costado ganar, a los bancos y a los mercados, mientras que tanto en Estados Unidos como en Reino Unido todos los indicadores de las desigualdades sociales aumentaban, tanto las oportunidades laborales como la esperanza de vida. Pero, en general, el objeto de crítica más enérgica aquí son las irresponsables aplicaciones y formas que adoptaron las ciencias sociales, especialmente la psiquiatría, que se vio incentivada por las distintas modalidades del capitalismo y los juegos numéricos.
Tenemos un ejemplo devastador de esto último en «The lonely Robot», la segunda parte de The Trap, donde se explica cómo ciertas reacciones humanas habituales como el miedo, la soledad y la tristeza fueron consideradas como trastornos médicos con el fin de vender medicamentos de reciente desarrollo como el Prozac y generar así nuevas formas del control social. Mi momento tragicómico favorito es una de las muchas consecuencias grotescas que produjeron los objetivos de rendimiento establecidos tras la elección de Blair en 1997: como el propósito del gobierno era reducir el número de pacientes hospitalarios que esperaban en camillas en los pasillos antes de ser atendidos, algunos hospitales retiraron las ruedas a las camillas y las reclasificaron como camas, al tiempo que reclasificaban algunos pasillos como salas de hospital.
En las tres miniseries se puede rastrear una cierta convergencia hegeliana de disciplinas y teorías que se vuelve aún más ambigua, estimulante y perturbadora una vez empezamos a caer en la cuenta de que esa convergencia, aparte de tratarse del tema que Curtis quiere tratar, forma parte también de su metodología. Dicho de otro modo, muy a menudo me dejo convencer por todas esas grandes explicaciones de los problemas de nuestra época, cosa que implica que otras mentes, seguramente menos reflexivas, habrán sido igualmente seducidas. De forma que esto que podría ser calificado de manera más general como «mentalidad eureka» es al mismo tiempo la enfermedad y el diagnóstico.
Esto me recuerda al que ha sido de lejos el curso universitario más interesante que he hecho en mi vida: el seminario «Conceptos metafísicos de la historia y sus manifestaciones en la Realidad Política», impartido en el Bard College por Heinrich Blücher, marido de Hannah Arendt. Blücher, un excomunista alemán que nunca publicó una sola frase, es por desgracia pasado por alto por la mayoría de la gente que no lo conoció personalmente, si bien el impacto que tuvo entre amigos y estudiantes, así como para Arendt (que le dedicó Los orígenes del totalitarismo) es irrefutable. El sujeto dialéctico así como la metodología dialéctica de su seminario, que se centraba en figuras como Hegel, Nietzsche, Spengler, Marx y Freud, surgía de las variadas tentaciones y peligros inherentes a las explicaciones universales. Prácticamente cada clase magistral de Blücher en aquel seminario describía una parábola que ascendía primero en pos de una ferviente convicción y descendía después hasta caer en el escepticismo. Para bien o para mal, los argumentos audiovisuales de Curtis tienden a moverse en el sentido contrario: todos comienzan de manera muy prometedora echando abajo alguno de los mitos reinantes de nuestra época, y luego, de manera muy discutible, concluyen de forma demasiado complaciente insinuando que una vez derribados esos mitos ya estamos lo suficientemente espabilados.
Sin embargo, el valor de las tres obras no reside solo en la fuerza de sus argumentos sino en la frescura general y en la pertinencia de parte de la información que transmiten. En mi caso, me impresionó menos The Century of the Self porque ya había leído el libro de Larry Tye The Father of Spin: Edward L Bernays & The Birth of Public Relations (New York: Crown Publishers, 1998), un libro cuyas revelaciones comenzaban ya en el prefacio, en el que se explica el «triunfo de la relaciones públicas» que supuso la «venta de Estados Unidos en la guerra del Golfo Pérsico… diseñada por Hill and Knowlton, una de las mayores empresas de relaciones públicas de Estados Unidos, en una campaña comprada y pagada por las grandes fortunas kuwaitíes, que eran las archienemigas de Saddam».
Si no me falla la memoria, este detalle no aparece en The Century of the Self (pese a ser Tye uno de los entrevistados), si bien el material mostrado sobre Bernays y su legado –empezando con haber acuñado el término «relaciones públicas» como eufemismo de propaganda– resulta incisivo, bien elegido e instructivo. (Una gema en particular de la segunda parte, «The Engineering of Consent», es la historia de cómo las amas de casa eran coaccionadas a comprar masa para hacer pasteles Betty Crocker una vez sus egos eran halagados por el consejo gratuito de que debían añadir un huevo a la mezcla). Una parte de la película coincide con el material tratado en la magistral obra de Naomi Klein La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre, un libro cuya capacidad de sintetizar información de forma clara es comparable y complementaria a algunas de las mejores ideas de Curtis.
Pienso en particular en las terribles proezas del Dr. Ewan Cameron, cuyos experimentos con LSD, fenciclidina o electrochoques, aplicados a desgraciados pacientes y financiados con dinero de la CIA, dan comienzo a la narración de Klein y son mencionados de forma incisiva por Curtis. También podemos darnos cuenta de que la manera en que la autora postula a Milton Friedman como gurú «rima» en cierta medida con la forma en que Curtis presenta a Bernays en The Century of the Self, a Strauss en The Power of Nightmares, e incluso a Isaiah Berlin y a su concepto de «libertad negativa» en «We Will Force You To be Free», la tercera parte de The Trap. No cabe duda de que en los últimos momentos de esta última, cuando Curtis critica el uso desastrosamente erróneo de las teorías de la «terapia de choque» en la Rusia postcomunista y, más recientemente, en Irak, sus argumentos parecen coincidir de forma bastante precisa con los de Klein. (Otra película que guarda ciertos paralelismos desde el punto de vista conceptual con las tres series de Curtis es el excelente documental The Corporation, firmado en 2003 por Mark Akchar, Jennifer Abbott y Joel Bakan).
El estilo desarrollado por Curtis en sus documentales ensayísticos consiste en alternar entrevistas con bustos parlantes y todo tipo de found footage acompañado a veces por extractos musicales de las películas de Hollywood. Algunas de las partituras que se toman prestadas en The Power of Nightmares proceden de las bandas sonoras de La noche de Halloween y de El Príncipe de las Tinieblas, de John Carpenter, de Ipcress, de Viaje al fondo del Mar, de dos películas italianas cuya música corre a cargo de Ennio Morricone, y de La hija de Neptuno (donde aparece la canción «Baby, It’s Cold Outside», que, cantada por Johnny Mercer, tiene un papel fundamental en el primer episodio de la miniserie). Especialmente memorable es el uso en The Trap de los temas de Bernard Hermann para las películas de Hitchcock y de Orson Welles, una estratagema que distrae un poco a veces, más aún si uno es consciente del origen de esas melodías. No tengo muy claro en qué ayuda, por ejemplo, la animada música de persecución de Con la muerte en los talones al debate antes mencionado sobre los objetivos de rendimiento del Nuevo Laborismo de Blair y –más brevemente después– al de la adhesión de Franz Fanon y Jean-Paul Sartre a la violencia en las revoluciones del tercer mundo. Sean cuales sean las ironías postmodernas que Curtis tiene en mente con estas yuxtaposiciones, lo cierto es que no aportan mucho al tema que se pretende debatir.
Que Curtis no haya adquirido los derechos de autor de los fragmentos de las películas ni de la música es la razón que explica que su obra no sea mejor conocida fuera del Reino Unido, pese a que las tres series estén fácilmente accesibles en internet para cualquiera que las busque. (En Estados Unidos, las tres partes de The Power of Nightmares, la más conocida de las tres series, están disponibles junto con los número dos, tres y cuatro de Wholphin, una revista DVD editada por McSweeney y disponible en algunas librerías y también en outlets como Amazon).
Existen en estas miniseries al menos tres grandes cuestiones que merecen ser comentadas. La primera es la validez de los argumentos intelectuales que proponen. La segunda es la validez de las metodologías antiintelectuales que utilizan a veces en términos de sonido e imagen, en las que los distintos fragmentos e imágenes no sirven tanto para ilustrar los argumentos expuestos como para tejer imaginativos y seductores arabescos en torno a ellos. (Esto resulta más evidente en las última dos series, si bien The Century of the Self sugiere ya esta práctica cuando intercala de pronto material del año 1929 con travellings en escenarios opulentos aparentemente vieneses que parecen una versión en color de los planos de El año pasado en Marienbad). Y la tercera es la aparente incompatibilidad de esos elementos intelectuales y antiintelectuales, complicada por el hecho de que esos elementos antiintelectuales en ocasiones parecen recordar a las técnicas publicitarias criticadas durante los distintos capítulos, esas que apelan a deseos inconscientes más que a formulaciones racionales y conscientes.
Teniendo en cuenta hasta qué punto las partes más polémicas de estas tres series tienen que ver con la forma en que las posiciones intelectuales aparentemente racionales pueden dar lugar a conclusiones irracionales y delirantes, determinar qué grado de honestidad intelectual se le debería conceder a Curtis como cineasta y no como simple pensador que emite una voz en off se vuelve un asunto crucial. Aparentemente, su voz en off se mantiene en el plano de la seriedad, mientras que su cine oscila periódicamente entre una ilustración seria (es decir, racional e inmediatamente explicable) de sus argumentos y unos riffs imaginativos y libérrimos que fluyen por encima de esos argumentos, un poco al estilo de las improvisaciones jazzísticas. (Hay también una serie de imágenes que pueden ser descritas de una forma seria o lúdica; por ejemplo, la imagen recurrente de la pintura roja derramada sobre un globo terráqueo en «The Phantom Victory», la segunda parte de The Power of Nightmares: una metáfora de la Guerra Fría con cierto grado de burla en su literalidad, sin por ello dejar de ser una forma de representación relativamente coherente). Y de la misma manera que los solos de jazz siguen sucesiones de acordes de melodías preexistentes, los riffs de Curtis siguen vagamente los contornos de los argumentos que la voz en off va desplegando y que se escuchan de manera simultánea, sin tener por qué responder a una lógica lineal de continuidad excepto en sus implicaciones.
Lo importante no es si estas lúdicas improvisaciones son o no aceptables. Yo creo que sí lo son, o que al menos pueden serlo, y recientemente escribí en mi página web una breve defensa de un extra de DVD lleno de energía –el A Pierrot’ Primer de Jean Pierre Gorin que aparece en la edición de Pierrot le Fou de Criterion– que tiene ciertas similitudes tanto en sus puntos fuertes como en sus limitaciones. En mi texto argumentaba que en el momento en que la crítica es concebida como un acto performativo que tiene lugar a lo largo de un período de tiempo determinado, nuestras formas de juzgar esos actos no pueden ni deberían ser iguales a los que utilizamos cuando juzgamos la crítica impresa. «Lo cierto es que no puedes colgar un acontecimiento de la pared, solo un cuadro», escribió en 1959 Mary McCarthy en una reseña muy favorable de La tradición de lo nuevo, de Harold Rosenberg, el teórico del action painting («An Academy of Risk», en On the Contrary: Articles of Belief, 1946-1961, Nueva York: Farrar, Straus and Cudahy, 1961, p.248), precisando así parte de la dificultad ontológica planteada por la crítica performativa, donde los «puntos a cumplir» ya no tienen exactamente el mismo significado desde el punto de vista existencial, cosa que significa que quizá sean necesarios unos criterios de evaluación distintos.
La verdad es que incluso esta distinción se vuelve en cierto modo problemática en el momento en que consideramos que hay determinados casos de crítica impresa que funcionan siguiendo modelos performativos. El único ejemplo de esto último al que he hecho referencia en mi página web ha sido el de Manny Farber, si bien podría haber mencionado también la prosa utilizada por muchos otros críticos, desde Godard hasta Manohla Dargis pasando por Pauline Kael. Desde mi punto de vista, la única forma de resolver esta aparente contradicción es que sepamos y reconozcamos ante qué clase de discurso crítico nos encontramos. Y esto se vuelve más complicado cuando nos enfrentamos a dos tipos a la vez, tal y como nos sucede a menudo con el discurso televisivo de Curtis.
No intento plantear el argumento de Marshall McLuhan de que el medio es necesariamente el mensaje. La cuestión controvertida aquí es esa inmediatez periodística, que se da tanto en los medios escritos como en los audiovisuales, y que a menudo conlleva ciertas diferencias tanto en significado y contenido como en estilo. Hablando desde un punto de vista teórico, partiendo de que el montaje es una extensión del efecto Kuleshov, según el cual el espectador relaciona inconscientemente ciertos planos a los que provee de conexiones ficcionales, el mismo hecho de montar unos planos con otros se convierte en una forma de mentir. Por lo tanto, se puede decir que, en los documentales de Curtis, la yuxtaposición de material encontrado, incluyendo la utilización de bandas sonoras de películas de Hollywood, funciona como un vehículo de persuasión, como una estratagema para ayudarnos a aceptar la voz en off, y no como una parte legítima más del argumento que se va desarrollando. Lo importante aquí es si identificamos esas estratagemas como simples placebos o como transmisores de placer no tan engañosos. Aparte del uso que Curtis hace de trucos retóricos en su narración, como describir de forma injustificable sus propios argumentos como si fueran conclusiones contrastadas (tal y como han señalado Myerscogh y Arthur), está también la táctica más general y quizá menos obvia de hacerlos agradables a la vista y fáciles de digerir, como si de anuncios televisivos se trataran.
La mayor parte del material de The Power of Nightmares ilustra de forma convencional la voz en off de Curtis. Sin embargo los tres episodios comienzan con un montaje tan libre y abierto que resulta imposible identificar qué es lo que se está viendo, al tiempo que los sonidos adicionales (el rugido del viento y las regulares punzadas de una música de percusión) incrementan el efecto general de encontrarnos en el interior de un sueño. Guardando todas las distancias, esta forma de presentación se asemeja un poco a la disparidad entre el enigmático prólogo de Ciudadano Kane y el «News on the March» que aparece a continuación, con la crucial diferencia de que Curtis usa la voz en off en ambos segmentos.
Observemos solo las primeras cuatro frases y las imágenes que las acompañan: primero vemos lo que parecen unas luces parpadeantes en una pista de aterrizaje con el sonido del viento de fondo. Luego, mientras Curtis dice «En el pasado, los políticos prometieron crear un mundo mejor. [Empieza la música]. Tenían distintas formas de lograr esto, pero su fuerza y autoridad procedían de las visiones optimistas que ofrecían a la gente», la cámara se mueve de forma rápida y confusa en un espacio oscuro y ambiguo, se ve fugazmente un grupo de personas al fondo y, después de que aparezca el logo de la BBC, vemos un plató de televisión vacío con luz cenital y un panel de decorado que es transportado por unos dedos que se asoman por los lados. Luego, mientras Curtis continúa: «Esos sueños fracasaron y la gente ha perdido la fe en las ideologías. Los políticos son percibidos cada vez más cómo simples gestores de la vida pública, pero ahora han descubierto un nuevo papel que restaura su fuerza y su autoridad», aparecen unas interferencias, hay un movimiento de cámara que recorre un fogonazo indescifrable de color naranja y amarillo, un plano estático de una ornamentada lámpara de araña con luces que se apagan (¿o es un fundido en negro de un plano de una lámpara de araña con las luces encendidas?), y a continuación unas imágenes en un blanco y negro muy contrastado de una manifestación política nocturna en la que se enarbolan banderas y que muy bien podría ser un fragmento de Eisenstein o Pudovkin. En resumen, se podría decir que Curtis restaura el poder y la fuerza de su propia voz mientras nos arroja al interior de un intrincado laberinto.
Si se me permite añadiré un par de ejemplos autobiográficos que ilustran estos seductores trucos de los medios de comunicación. Al igual que muchos otros, yo también he disfrutado y sufrido las distorsiones generadas por este tipo de prácticas. A mediados de los años setenta, viviendo yo en Londres y con motivo de una retrospectiva de Robert Altman en el National Film Theatre en la que yo había colaborado, me entrevistaron en la radio de la BBC para hablar del innovador uso del sonido que hacía el director norteamericano. Me pareció conveniente analizar un pasaje en particular de la banda sonora de California Split, de manera que me sentí bastante abochornado al escuchar después el programa y descubrir que la productora había elegido otro fragmento más sencillo para ilustrar lo que yo trataba de explicar, con lo que mi análisis resultaba inane y poco riguroso. Cuando llamé a la productora para quejarme, ella me rebatió diciendo que ese tipo de cambios en la edición eran algo habitual y que mi enfado no era más que una muestra de ingenuidad.
Como contrapunto a esto, la manera en que fui utilizado en el largometraje documental Hollywoodismo: Los judíos, el cine y el sueño americano (Simcha Jacobovici, 1977) para verbalizar la tesis fundamental de la película –que el sueño americano tal y como lo articuló Hollywood, fue básicamente un invento judío– tuvo matices no menos siniestros, al menos en lo que supuso, si bien esta vez la tergiversación hizo que me viese más potenciado que menoscabado. Mi busto parlante fue así colocado de forma que toda la fuerza propulsora del argumento que plantea la película –un argumento que procede del provocativo y excelente libro de Neal Gabler en el que se basa la película: Un imperio propio. Cómo los judíos inventaron Hollywood– parece emanar de forma espontánea de mis labios en el momento en que digo: «Había hollywodismo entonces, hay hollywodismo ahora. Aún iría más allá y diría que se trata de la ideología dominante de nuestra cultura. La cultura de Hollwood es la cultura dominante; es la estructura fantasiosa en la que vivimos». No hay nada de eso que no siga suscribiendo. Pero ese término inventado tan feo y difícil: «hollywodismo», usado como derivación de «americanismo», que ni siquiera aparece en el libro de Gabler, nunca habría salido de mi boca si el entrevistador no lo hubiese dicho antes. Si no me falla la memoria, lo único que hacía yo en ese momento era coincidir con alguna paráfrasis de la tesis de Gabler que el invisible e inaudible entrevistador me había lanzado mientras yo confiaba en que la modesta contribución personal que había hecho al tema –cómo mi abuelo, un exhibidor de cine de una ciudad pequeña, compartía muchos de los valores de los magnates de los estudios que comentaba Gabler– se usaría en la película. (No incluyeron nada de eso). Sin embargo, un viejo amigo guionista de documentales para televisión me dijo que su conclusión al terminar de ver la película era que todo el mensaje de la misma, título incluido, era de alguna manera invención mía.
Esas son las derivadas rutinarias y cotidianas del efecto Kuleshov en la mayoría de los documentales que utilizan bustos parlantes y fragmentos de películas. En el mismo documental, ese mismo efecto de igualación hace que material de archivo con shtetls europeos se codee con un número musical de El violinista en el tejado, y equipara prácticamente la veracidad de un noticiario en blanco y negro con las sesiones del Comité de Actividades Antiestadounidenses con algunos extractos en color de una representación de esas mismas sesiones en la estúpida y reprobable película Caza de brujas, de Irwin Winkler.
En una entrevista con Robert Koehler en el número 23 de Cinema Scope (verano de 2005), Curtis defiende la práctica de sus montajes basados en el juego de la siguiente manera: «No veo por qué no puede uno jugar con las imágenes mientras habla de algo serio. Ese es mi mayor objetivo. Así se consigue el efecto de que alguien se lo está pasando bien, y cuando se transmite eso, la gente escucha lo que dices». Supongo que un argumento parecido se podría emplear con los procedimientos utilizados de manera más ambigua por Craig Baldwin en sus documentales experimentales Tribulation 99: Aniel Anomalies Under America (1991), ¡O No Coronado! (1992), Sonic Outlaws (1995) y Spectres of the Spectrum (1999), en los que simultáneamente se burla y se deja llevar por todo tipo de diatribas paranoides al tiempo que adopta el discurso de todas las teorías conspirativas tecnológicas posibles.
Dejar que sea el espectador quien evalúe el grado de seriedad que hay detrás de los argumentos tiene su atractivo, pero también su consabido riesgo. Pese a que los argumentos de Curtis contengan mucha más seriedad que los de Baldwin, a veces da la impresión de que los dos cineastas funcionan con cláusulas de recisión que les permiten poder abandonar la partida en cualquier momento. ¿Cuántos telespectadores reflexionan sobre el juego o sobre la personalidad que demuestran los cineastas al tomar decisiones creativas de este tipo?
Merece la pena añadir que aunque sea él mismo quien locute la voz en off en estas series, Curtis nunca utiliza la primera persona del singular, pese a que los argumentos sean claramente los suyos y a que cuando oímos las preguntas fuera de campo en las entrevistas sea siempre su voz la que las formula. Su posición general no es ni la del narrador divino omnisciente tradicional ni la de un cineasta ensayista como Chris Marker, quien, en Sans Soleil (1982), siente que para alcanzar la intimidad que busca, su voz debe aparecer filtrada a través de uno o más intermediarios ficticios. Pero Curtis suena más cercano al narrador divino omnisciente en tanto que confía en la apariencia o incluso en la realidad de la televisión convencional en sí misma. Y es finalmente esa apariencia lo que hace que su obra sea tan discutible al tiempo que innovadora. Sea o no sea su intención (yo sospecho que no lo es), Curtis, al confiar en los distintos medios de comunicación, pone en primer plano parte de la doble moral con la que muchos de nosotros los sometemos a crítica.
Jonathan Rosenbaum
(Publicado en Film Quarterly, Otoño 2008 (Vol. 62, No. 1). Consultable en https://www.jonathanrosenbaum.net/2017/12/negotiating-the-pleasure-principlethe-recent-work-of-adam-curtis/). Fecha del último acceso: 24 de julio de 2018. Agradecimientos a Jonathan Rosenbaum.