Si Miguel Ángel hubiese sido una mujer nacida en Baltimore a principios de los setenta sin mecenas influyentes, cuya infancia y adolescencia hubieran transcurrido en las montañas Apalaches para hacerse adulta en Queens, y aún así hubiese logrado conservar su erudición y fervor creativo, probablemente habría sido Martha Colburn.
Martha Colburn es, desde luego, una de las más destacables voces en el cine experimental actual, pero sus películas son la consecuencia (y la causa) de un proceso de alquimia con las artes plásticas, de poesía con la animación, de meticulosa artesanía y de inmersión musical en carne propia. Su creación es tan prolífica y provocativa como la de Mark E. Smith de The Fall, con quién comparte la elegante vehemencia de una sensibilidad post-punk. Estudiosa enardecida de la historia, las guerras e invasiones (y su configuración del mundo), las piezas que realiza son el júbilo del desmorone.
Frente a lo irrealizable, existen diques tangibles o simbólicos conteniendo las aguas que podrían agrietar nuestras vidas cotidianas, pero Colburn logra cristalizar sin freno alguno muchas de nuestras fantasías imposibles a través de sus películas. En cierto modo, su cine sería lo que la pornografía al onanismo pero con los conflictos universales.
Así, sus animaciones en 8mm y 16mm, chispeantes y ácidas, concebidas probablemente para resolver sus propias posiciones y cuestionamientos en el mundo (característica germinal del arte), trascienden a la artista y nos reúnen a todas en un lugar que zarandea nuestros pilares como civilización (a través de su mirada histórica) y nuestra carne (a través de la carcajada o el escalofrío).
Si el arte logra que nos sintamos menos solos (ya lo dijo John Berger), entonces nace el consuelo, y ahí es donde la destreza de ANIMAR de esta autora sublima todos los significantes; no sólo para dotar de movimiento cosas inanimadas o preparar dibujos en serie para convertirlos en película, sino también lo de aquello que incita, o pone arriba nuestro ánimo.
Sus piezas son críticas con el consumismo, la religión, la política y la violencia, y sus montajes coloridos y borboteantes, son laboriosos teatritos animados antes de convertirse película. Los primeros trabajos que realiza, surgen del encuentro fortuito entre la artista y unos cuantos rollos en 16mm de películas educativas. Colburn los manipula a mano y los convierte en trepidantes secuencias salpicadas de iconografía pop, mientras juega con las estructuras, las texturas, la velocidad (más rápida que el latido de un corazón humano) y la música. A esta etapa corresponden trabajos como Acrophobic Babies, First Film In X-Tro o Feature Presentation, perlas lúdicas, lúcidas e incendiarias a la altura de las conexiones neuronales del más enardecido dadaísta, aunque con una continuidad narrativa o, mejor dicho, con un torrente visual en avance del que no es posible apartarse.
Paulatinamente va sustituyendo el found footage por la creación de sus propios escenarios y actores a través de la animación del collage con distintos materiales, y la organización de su set de rodaje pasa a ser tirarse en el suelo a pintar y cortar, y enfocar el resultado con una cámara súper8 directamente. Así hará con las cabezas de gato sobre pin-ups de Cats Amore (2001)o los colmillos sobre a las alegres chicas de los anuncios en Evil of Dracula (1997), aunque siga volviendo al trabajo sobre material fílmico ajeno si el azar con ello le favorece, como en Skelehellavision (2002) en la que pinta sobre imágenes porno (a menudo esqueletos y llamas) que encontró en la basura cuando cerró el último cine X de San Francisco que proyectaba en celuloide. En la pieza, además de la repetición frenética y la superposición de muñecos hechos por ella misma, encontramos ya las muestras de su entrega obsesiva a la obra: las rayas de los esqueletos están arañadas a mano en cada fotograma.
Esto no es una excepción, sino el principio. En muchos sus collages posteriores, crea capas, pinturas e instalaciones, y fabrica a mano todos los elementos que anima, y, cuadro a cuadro (stop motion) mueve, no sólo la acción principal sino todo pequeño elemento que figura, consiguiendo que se generen historias dentro de la historia, que avanzan a toda velocidad una vez editadas, evocando una atmósfera colorida y estridente que recuerda a los infiernos que pintaba El Bosco. Además, incorpora grabaciones y actuaciones en directo. Su técnica, pues, en animación de cristal multi-plano, sería una manifestación física, que trata de plasmar la literalidad de sus ideas y conceptos sobre el arte, también con múltiples capas de profundidad y lectura.
Como ya manifestara Jan Svankmajer, otro animador subversivo y transgresor en quien es difícil no pensar al revisar la filmografía de Colburn (a pesar de las perceptibles diferencias rítmicas), la animación permite dar vida a lo imposible, aún cuando sea perturbador o terrorífico. Y en este caso, el imaginario de la artista le permite animar a rienda suelta violentas representaciones que ponen en tela de juicio los cimientos de la sociedad occidental y, mezclando la actualidad política con la cultura pop y la simbología tradicional, logra revisar el pasado reciente para criticar el presente y tal vez poder entender todo el rockandroll que nos depare el futuro.
En Triumph of the Wild (2008), por ejemplo, aprovecha su obvia referencia a la película de propaganda nazi que Leni Riefenstahl realizó en 1935, para repasar en sólo diez minutos acontecimientos que abarcan más de cuatro siglos de historia americana. Una fascinante y copiosa tormenta de imágenes coloridas muestran al ritmo de sangre, armas y piano desenfrenado, la circular y eterna subversión de roles entre cazadores y presas (animales y humanos) en contraposición a la simetría propagandística patriótica que empleaba la alemana.
O en Myth Labs (2008), donde muestra los primeros europeos que llegaron a América guiados por un Jesús de ojos de insecto que trae la metanfetamina en su biblia. Equiparando a los creyentes con los yonkis en su capacidad de sentirse extremadamente poderosos y luego volverse zombis deambulando. Para ello, tuvo que montar 600 piezas de curas y camellos, y cincuenta fondos pintados, algunos con cinco capas en movimiento, y hasta dedos articulados.
Martha, por lo tanto, trabaja once meses para obtener once minutos de metraje acabado, cuyo proceso empieza en la selección de materiales, y se diluye en la minuciosa creación de los sujetos, objetos y acciones escenificados, para terminar rodando sometida a la auto-disciplina de un estoico encierro doméstico a oscuras e incomunicada (cualquier samurái sentiría devoción) y con ese método sacrifica anualmente el mundo exterior para regalarnos un nuevo mundo imaginario.
Un cine tan de guerrilla se hace con un arma: la Canon Scoopic con la que rueda fue diseñada para el campo de batalla y se usaba en la guerra de Vietnam. Pero su militancia no se limita a eso, la coherencia desborda en cada acto: elige lo analógico en la era digital de la que es hija rebelde, no sólo para impedir que las multinacionales tecnológicas la arrollen de tendencia, ni por posicionamiento estético o economía, sino porque el hecho de no necesitar el ordenador como herramienta de trabajo dota a la obra en sí misma del alma física que ella trata de plasmar en lo narrado.
Todo es circular.
Exactamente como en Metamorfoza (2013), que fue interpretada en su estreno por la Orquesta Filarmónica de Rotterdam, y que comienza con una ventana sobrevolada por mariposas. Tras unos segundos de plano exterior de la casa, nos mete a dar vueltas por su espacio interior salpicado de guerra externa, en la que una muñeca sale fuera de las paredes para meterse dentro de la televisión, donde se desarrolla una guerra que en cierto modo le es ajena, pero en la que se ve envuelta. Todo gira, también de manera física, a través de una imagen caleidoscópica, pero finalmente toda esa experiencia la convierte a la niña en mariposa y el caos de la guerra se torna belleza, cerrando perfectamente el círculo de la naturaleza.
Actualmente, sus puestas en escena suelen ir acompañadas de música experimental en vivo (que abriga su corazón punk-rocker) y ella misma dispone filtros de colores sobre los proyectores, que vivifican y hacen única la ya de por sí llameante experiencia.
Un corazón tan salvaje que es capaz de introducir a machete en nuestra retina en menos de dos minutos a personajes como Charlie Chaplin, Pee Wee Herman, Brooke Shields, C3PO, los Ángeles de Charlie y Gadafi entre otros (Dolls Vs. Dictators, 2011) para una instalación en el Moving Image Museum, en la que por supuesto las muñecas aniquilan con superpoderes a un tropel de dictadores vivos. Y un cerebro tan agudo e hilarante que readapta el Mago de Oz (Meet me in Wichita, 2006) poniendo como protagonista a Bin Laden y logra con ello una alegoría que se adapte a los tiempos modernos: el hombre de hojalata es la industria siderúrgica, el camino de baldosas amarillas, el mercado bursátil, y el espantapájaros, los granjeros de medio oriente. Su intención, que la tiene mainstream, es llevar la política a los comedores de las casas, del mismo modo que el Mago de Oz llevó la fantasía a todos los hogares. Lástima que las televisiones no sean tan listas como ella. Como para realizar la filmación no podía utilizar a todos los personajes del original de Flemming sin ser demandada, sacó fotografías a personas que se habían disfrazado del Mago de Oz en Halloween, y los usó como personajes para la película, cuyo resultado sólo se puede ver en vivo (ni siquiera en internet) para pena de tantos globos oculares y sonrisas domésticas.
Sus primeros despuntes creativos fueron a través de la escritura. Aparentemente sus profesores de instituto quedaban fascinados ante sus aptitudes literarias e imaginativas. También tuvo una banda de punk, The Dramatics, con la que grabó seis discos y se fue de gira por Europa. Hizo 5000 portadas de disco a mano, pintadas una a una y con iconografías diferentes. Ya en Nueva York, trabajó en un cabaret por el que pasaban todo tipo de talentos locales, y parece ser que un poco antes, aún en las montañas, se había inventado un espectáculo al que llamaba Farmshows (shows de granja), que básicamente consistía en hacer pomposa la exhibición de cualquier apero campestre, desde un tractor magnífico hasta un calabacín gigante. También ha dado talleres de animación por todo el mundo, ha realizado videos musicales para bandas y artistas como Deerhoof, Laura Ortman, Rita Braga o el mismísimo Felix Kubin. Contribuyó, incluso, en la animación del documental The Devil and Daniel Johnston, y actualmente es representada por la James Cohan Gallery (que también representa Bill Viola). Aún así, pasó muchísimos años de su historia como artista trabajando en todo tipo de trabajos basura como recolectar árboles navideños, contar ciclistas para el estado de Maryland, limpiar casas de ancianos que le contaban sus historias de guerra, o hacer decorados para fiestas de millonarios. Básicamente todo lo que pudiera proporcionarle unos dólares a cambio de ciertos dolores de alma.
Si Martha Colburn no ha bendecido la bóveda de la Capilla Sixtina con sus pinturas magnas de poesía sádica humana, animal y geográfica, es sólo porque esa obra lleva más de cinco siglos acabada, y ella sólo mira adelante, aunque los dioses del punk que nos emana nos gritaran que no hay futuro desde un pasado que ella cabalga.
Marta Bassols