Como los trueques entre el cine y el museo son ya viejos, es difícil pensar que al principio las salas oscuras y las paredes iluminadas del espacio expositivo eran lugares totalmente opuestos. El sistema de producción industrial y la difusión masiva que caracteriza el cine chocaba con los valores de culto y unicidad del museo. El tiempo ha diluido algunas diferencias y ha hecho converger los dos espacios. Esto ha sucedido no sólo con la transposición del modelo cinematográfico al contexto del arte, sino también con la proyección del antiguo espacio del museo en el cine.
Retomemos muy brevemente algunos elementos de la compleja historia de esta permuta con la excusa de trazar su genealogía. Desde su llegada, el cine supuso, además de un profundo cambio en la percepción, una sacudida en el modelo artístico tradicional y en sus formas expositivas, al transformar su valor ritual y aurático en exhibición pública. Las galerías y los museos, espacios reservados hasta entonces a las imágenes estáticas, pasaron a integrar objetos en movimiento, como los experimentos cinéticos de Marcel Duchamp o las esculturas de Lászlo Moholy-Nagy. Por otro lado, en las salas de cine y fuera de ellas se empezó a replantear la noción de proyección. A partir de mediados de los cincuenta, en Francia, el cine letrista, con sus intentos de destruir la pantalla tradicional, transformó la representación cinematográfica en un combinado teatral. Poco después surgió un conjunto de prácticas fílmicas experimentales que atacó sistemáticamente las convenciones del medio y expandió su pantalla más allá de los límites de las salas. Las acciones de Ken Jacobs, Valie Export y Peter Weibel o los nuevos espacios de proyección creados por Stan Vanderbeek y Jeffrey Shaw dan ejemplo de ello. Al mismo tiempo, el movimiento Fluxus hizo que los artistas tomaran el medio cinematográfico para sus creaciones, exponiendo sus vídeos y sus películas directamente en los museos y en las galerías; el cine hecho por cineastas sólo ha logrado la misma acogida en estos espacios muchos años después. Aunque comparten medio y espacios expositivos, las historias del cine de los cineastas y las de los artistas parecen haber sucedido de espaldas. Pero su encuentro es innegable: las instalaciones de vídeo, las proyecciones de películas u otras acciones de cine expandido son hoy presencia evidente en muchos museos, galerías y otros eventos artísticos, a la vez que se empieza también a proyectar vídeo y cine hechos por artistas en las salas de cine. Daban ya muestra de este encuentro las acciones de los años setenta de Marcel Broodthaers en las que hacía converger el cine con la institución museística.
La introducción de la imagen en movimiento en los museos ha hecho cambiar el papel del espectador, los límites de la pantalla e incluso el propio espacio expositivo. Muchas veces esta forma de presentación ha alejado el cine de su formato y espacio social de proyección, otras ha transformado los museos y las galerías en su contrario: en salas oscuras. Por otro lado, las filmotecas, al considerar el celuloide como un material que exige un modo determinado de presentación y conservación, han integrado los valores de aura y unicidad del antiguo museo en su espacio. Hay tal contagio que el ir al cine parece convertirse en una visita al museo y una visita al museo parece convertirse en un ir al cine. Esto se entendería literalmente si la exposición proyectada en un cine fuera Una visita al Louvre (2004) de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, película que nos muestra el espacio expositivo a través de las palabras de Cézanne y de la incapacidad del plano encuadrar el marco de la pintura, y si la proyección expuesta en un museo fuera Paradise Institute (2001) de Janet Cardiff y Georges Bures Miller, instalación que simula un auditorio de cine y juega con la percepción e ilusión del espectador. Ambos trabajos esbozan en plano y contra-plano un nuevo espacio que resulta de los trueques entre los dos ámbitos: el Cine-Museo.
Celeste Araújo