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Cine experimental argentino: algunas notas y preguntas

A propósito del ciclo de cine experimental argentino (del 4 al 7 de febrero de 2021)

Participantes
Pablo Marín

I. En Argentina el cine de vanguardia existe desde la década del treinta. De modo que, antes que nada, aproximarse al cine experimental de este país –a sus idas y vueltas, sus tires y aflojes, sus brillantes aciertos y estrepitosos fracasos– es pisar en un terreno inestable y heterogéneo por sus raíces prácticamente centenarias. Con un poco de equilibrio, no hace falta mucho esfuerzo para ver que se trata de una historia episódica relativamente plana (pero no por ello chata) aunque dominada por dos grandes picos de creatividad que se destacan no solo por su prolificidad, sino más aún por la sensación de una comunidad de artistas interactuando entre sí. El primero de estos golpes de timón decisivos ocurrió durante la década del setenta (con desbordes hacia los sesentas y ochentas; dentro y fuera de las dictaduras militares más sangrientas de nuestra historia) y el segundo habría que ubicarlo entre mediados de los 2000 y el presente (otro período no exento de sacudones sociales). A ambos instantes pertenecen los nombres más reconocibles y los films más difundidos del cine experimental argentino.

Por fuera de estos momentos, el impulso histórico del experimentalismo local correspondió –como en muchas partes del mundo en las que la comunión entre el cine y una indagación artística personal no fue sistemática– a un puñado de cineastas desparramados/as cuyo proceso creativo se dio predominantemente en condiciones de soledad y, en muchos casos, desconocimiento de su producción contemporánea. Algunos de estos “capítulos escuálidos” giran en torno a un fotógrafo entrenado en la Bauhaus en los años treinta (Horacio Coppola), a algunos animadores y animadoras tras la pista de Norman McLaren en los cincuentas y sesentas, y a artistas devenidos/as en cineastas ocasionales aquí y allá inmortalizados por Silvestre Byrón al asegurar “De 1965 a 1975. Entre el [Instituto] Di Tella y el Centro de Arte y Comunicación. Lo que va de Romero Brest a Jorge Glusberg. El cine underground se formó entre esos ejes. Intuitivamente, entre corazonadas de plásticos, poetas, actores y bailarines con ganas de ‘hacer cosas’”. Valdría la pena aclarar que lo irregular de esta tradición es potenciado por aquello que no ha sido exhumado aún (algo que la historia del cine nos ha enseñado a esperar, sobre todo en latitudes en las que el apoyo a este tipo de arte aún brilla por su ausencia).

II. “Estos experimentos visuales realizados con cámaras Super 8 o 16mm, agrupados bajo el nombre de cine experimentalcine undercine expandidoo lo que fuere, parecían alejar al cine de la vida o, mejor dicho, al cine como medio eficaz para imitar la vida. Se procuraba por el contrario hacer estallar en fragmentos el concepto de tiempo, herir la luz en lugar de ser herido por ella, estremecer el espacio hasta que se asfixiara en su trampa de coordenadas sin asidero. Por debajo de ese ataque a la razón acechaba el numen, un cuadradito de celuloide hecho de instante y a la vez de eternidad que tomábamos entre el pulgar y el índice para examinar el lugar preciso de la incisión contra el resplandor de una bombilla eléctrica. (…) Tampoco intentábamos copiar el cine que veíamos. Eso quedaba para los realizadores, los que habían hecho del cine su profesión. La regla del juego era establecer una especie de relación dialéctica con el objeto filmado y más específicamente con su materia prima: la luz. Con la luz y también con el tiempo. Utilizo el plural porque sin saberlo entonces, otros ojos inquisitivos se sumergían en las lentes de sus cámaras intentando crear ficciones inspiradas en una visión expandida del mundo. Algo nos unía. Sabiéndolo o no, sospechábamos la existencia de un latente movimiento sísmico, de un fluir de invisibles savias en el interior de cada objeto. Movimiento de fluidos que ningún ojo, acostumbrado sólo a ver, podía revelar. Pero que podía filmarse.” –Jorge Honik, “Sobre cine y representación”, 2013.

III. La presente indagación sobre un recorrido posible por el cine experimental argentino, un corpus de films que sin duda no son del todo desconocidos de este lado del Atlántico, es pertinente a la luz de la pregunta del Xcèntric por ver más allá del canon y ampliar el campo de batalla al resto del mundo. Una pregunta cada vez más necesaria (¿o se trata de un llamado a la acción?) puesta en palabras por María Palacios Cruz en su texto “¿El canon de quién?” al afirmar que “Elegir nunca es desinteresado. Los cánones sirven a los intereses de un grupo que teme por la pérdida de su hegemonía, pero ¿qué sucede con aquellos que están fuera de una cultura hegemónica?”. Como un claro ejemplo de aquello fuera de la cultura hegemónica al menos en cuestiones de territorio, el cine experimental argentino ofrece –en su exploración regional de fenómenos globales– nuevas maneras de pensar estrategias artísticas y la posibilidad, por más breve que sea, de desestabilizar el mapa de “cineastas y films esenciales” enseñado y aprendido de memoria.

Pero al mismo tiempo, la oportunidad de cuestionar el canon trae consigo la chance de seguir preguntándose sobre prácticas tal vez demasiado naturalizadas. Solo por el placer de la paradoja, me pregunto si tiene sentido reunir una serie de películas por su país de producción. ¿Existen cualidades sociales, culturales o ideológicas implícitas en la visión de habitantes de un sitio específico, o mejor aún en la luz de un lugar, que ameriten estudiar sus films como parte de un mismo fenómeno? ¿Qué garantías otorga la nacionalidad de los y las cineastas? Desde el otro lado de la ecuación, como programador y como parte del público, ¿es necesaria esta práctica hoy en día, cuando las distancias que separan a un territorio del resto del mundo ya no responden a una escala geográfica sino más bien a una tecnológica (del ancho de banda de internet, puntualmente)? Entre las cosas más conflictivas de programar una serie de films que atraviesan distintas épocas y realidades bajo un criterio nacional –aparte del hecho de poder sentirse cercano a un naturalista (en el mejor de los casos) o a un cazador que exhibe las mejores capturas de su safari más reciente (en el peor)– está el peligro de la representatividad. Dicho de otro modo, se trata aquí del riesgo de poder presentar en el primer mundo una visión del tercer mundo demasiado reduccionista y tranquilizadora, de fácil consumo.

Pensando más allá de Argentina, Jesse Lerner y Luciano Piazza (responsables del proyecto Ismo Ismo Ismo) escribieron hace poco sobre el cine latinoamericano que “La tendencia internacional a concebir esta región como una entidad unificada (…) requiere que resistamos la tentación de esperar que cada film y cada posición estética cumpla con su ‘latinoamericanidad’”. La frase, de una obviedad lacerante, merece ser citada como cierre de estas notas porque todavía vale. Su vigencia obliga a seguir repensando la cuestión del canon, dentro y fuera de las naciones y desde el interior de todos los cuerpos posibles, hasta que ya no existan tentaciones por resistir.

 

Pablo Marín, Buenos Aires, 2021.

Fecha
4 febrero 2021

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