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La medida de todas las cosas

Programa Xcèntric diciembre 2009

Juan Bonilla, en uno de los relatos que componían su primer libro, El que apaga la luz, contaba la historia de un hombre que decidió ser terrorista el día que, siendo niño, comprobó que los países no cambiaban de color al cruzar las fronteras, tal y como prometían los mapas: ni Portugal era rojo, ni Andorra amarillo, ni Francia verde, como había estudiado largamente en sus libros de texto. Que ese mismo hombre tomara la determinación de pasar a la acción al descubrir un reloj en la muñeca de un soldado romano, personaje secundario en un viejo peplum emitido en televisión, no viene al caso. Y además, es otra historia.

Porque la nuestra es la historia de aquellos que, como el protagonista del relato de Bonilla, decidieron ser terroristas al comprobar que también los libros de cine mienten, como mienten los mapas, y los atlas, y las enciclopedias, cuando dicen que las películas han de ser verdes, rojas, o amarillas. Cuando dicen que las películas las protagonizan actores, las dirigen directores, las fotografían fotógrafos. Cuando defienden que las películas son siempre imágenes congeladas en un soporte, el que sea, más allá del tiempo y el espacio, más allá de la muerte. O cuando dicen, por ejemplo, que las películas duran A, duran B, o duran C.

Por eso, la nuestra es la historia de los terroristas que descubrieron que las películas podían ser del color que uno quisiera. Que podían ser blancas, negras; que podían ser mudas, sonoras o inaudibles; y sobre todo, que podían durar D, durar Z, no durar nada o durar siempre y caminar junto a la vida, creciendo con ella, envejeciendo con ella, desapareciendo con ella. La historia de los que arrancaron las páginas de los libros, de los que dibujaron encima de los mapas de las enciclopedias, de quienes refilmaron las películas que no les gustaban, y que quisieron, y quieren, reescribir la historia del cine dinamitando uno de sus cuarteles generales: el de la forma, el del formato, el del tiempo y la duración.

1. Si el primer gran engaño del cine fue hacernos creer que era capaz de congelar el tiempo para nosotros y así vencer a la muerte, conservando nuestra memoria para siempre, por encima de los días y los meses y los años; el segundo engaño, algo más pequeño, fue obligarnos a consumir esos pedazos de vida congelada en dosis medidas y establecidas, como si esas pequeñas pastillas fueran la única manera de enfrentarse a una pantalla y las imágenes que en ella se proyectan. Tres minutos. Veinte minutos. Noventa minutos. Cincuenta y dos minutos. Dos horas y media. Menos de cincuenta y nueve minutos, o más de sesenta y uno. Las duraciones estándar siempre han sido como los colores de los países en los mapas: mentiras cómodas con las que domesticar lo incómodo. Quizás por eso el cine experimental no sólo ha buscado dinamitar el engaño del contenido, sino que también ataca, atacó, y atacará, el bulo de la forma. O mejor: la farsa del continente. La gran mentira de la duración. ¿Cuánto dura una película?

2. Alguien atribuyó a Billy Wilder (y sí, es provocación citar a Wilder en un contexto dinamitero) una peculiar clasificación cinematográfica: “Sólo hay dos clases de películas: las buenas y las que empiezan a las ocho y que a las doce, miras el reloj y son las ocho y media”. Buenas, malas, regulares; largas, cortas, medianas; aburridas o no. Quizás el problema no esté en las películas, ni en su duración o eficacia narrativa o emocional, sino precisamente en nuestro afán por clasificarlas, por encajonarlas, por definir estándares, mapas de colores chillones que nos lleven de la mano por lo que parece un territorio explorado y cómodo, una carretera asfaltada, una larga extensión de tierra de color uniforme y previsible.

3. En Crude Oil (2008), la película de catorce horas del cineasta chino Wang Bing, hay un momento especialmente revelador: Bing filma a los obreros de una explotación petrolífera en el desierto en larguísimos planos fijos. En uno de esos planos, los obreros dormitan en un cuartucho, arrullados por el sonido constante y obsesivo de las máquinas. La cámara se refleja en un espejo, al fondo de la habitación, y con ella, el cineasta. En un momento, Bing se aparta de la cámara y abandona la habitación, dejando al espectador frente al reflejo de la cámara en el cristal y frente a los obreros y su dormitar incómodo en un larguísimo plano inmóvil. Podríamos trazar una línea que uniera Sleep (1963), la primera película de Andy Warhol, en la que filmó el sueño de su amigo el poeta John Giorno durante toda una noche, y esos planos de Wang Bing y sus obreros durmiendo. Una línea que no sería recta, sino balbuceante y enrevesada, como los contornos de un país de montaña, y que iría delimitando un territorio nuboso en el que el espectador ha de enfrentarse a sí mismo, a su tiempo, a su paciencia, y no sólo a la película, sus personajes y su trama. Entre la película de Warhol y la de Wang Bing hay cosas que han cambiado (Bing no necesita cambiar la película cada tres minutos, sino que puede rodar horas sin cortar), pero algo permanece inmutable: en última instancia, es el espectador quien ha de marcar el tiempo de la película, contemplándose a sí mismo en el espejo de la película. Es el espectador la medida de las cosas.

 

Gonzalo de Pedro Amatria