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Thom Andersen. Las vidas secretas de un fotograma

Directores
Thom Andersen
Participantes
Andrés Hispano

El cine de Thom Andersen tiene al propio cine como protagonista. Sus películas son, mayoritariamente, ensayos realizados a partir de diversas fórmulas, unas divulgativas, algunas más analíticas y otras tan sugerentes como herméticas, abstractas y hasta poéticas. Todas, en cualquier caso, nos enfrentan a unas imágenes infiltradas desde las pantallas a nuestro imaginario, pero sobre las que no nos cuestionamos apenas nada, ni sobre su origen, ni sobre su efecto en nuestra idea de la realidad o sobre las relaciones que se establecen entre ellas y el resto de expresiones artísticas e intelectuales. De hecho, al ser preguntado por el cineasta que más le ha influenciado en la filmación de los paisajes, Andersen nos dice: «En realidad, el que más lo ha hecho es un fotógrafo, Walker Evans. Ha formado parte de mi consciencia y mi inconsciente desde mi adolescencia».

Las imágenes que aquí aparecen son como su trabajo, reflejo de una compleja fascinación por el cine, inquietante por la manera en que revela el alcance de su impacto como medio: la gran fábrica de imágenes es, inevitablemente, una gran fábrica de ideas, aunque estas no lleguen siempre en los modos previstos.

Nada en el cine muere en los confines de la pantalla; la comedia más alocada y el guion menos verosímil nos llegan rodados, localizados o interpretados de manera que pueden resultar memorables, significativos y transformadores, aunque esos efectos no siempre sean evidentes ni inmutables. Es una manera de entender el cine que ni siquiera tiene que ver con la «calidad» o valoración crítica de una película. Un buen ejemplo es la imagen de un tren llegando a una estación, un motivo fundacional y recurrente en la experiencia cinematográfica y que da inicio a una rica y curiosa relación entre un medio y otro, el ferrocarril y el cine, que nada aparentemente tienen que ver el uno con el otro, pero que las formas, el sonido, la narrativa y el psicoanálisis se empeñan en vincular.

La primera imagen, pues, podría ser de aquel tren llegando a La Ciotat de los hermanos Lumière, o el de cualquier otra película firmada por Ruttman, Ozu, Hitchcock o Leone, presente o no en A Train Arrives at the Station (2016), el cortometraje que Andersen presentó del siguiente modo: «Esta película fue como un regalo para mí. No reclamo nada en ella, ni tampoco ofrezco excusas por ella. Es resultado del trabajo realizado para The Thoughts That Once We Had (2015). Hubo un plano que debimos retirar y cuya pérdida lamenté especialmente. Se trata de un plano en el que un tren hace su entrada en la estación de Tokio, extraído de The Only Son (1936), de Ozu. Así que decidí hacer una película a partir de este plano, una antología de trenes llegando a la estación. Reuní 26 escenas o planos de películas rodadas entre 1904 y 2015. Su estructura es simple: cada escena en blanco y negro de la primera parte rima con otra secuencia en color de la segunda. De modo que el primer plano y el último muestran trenes llegando a estaciones japonesas desde ángulos bajos. En el primero (The Only Son), el tren avanza hacia la derecha, y en último plano el tren lo hace hacia la izquierda. Un tren bala ha sustituido a una locomotora de vapor. De modo que he vuelto a hacer un film estructural, aunque esa no fuera la intención original».

De sus palabras se desprende lo complejo que puede ser el proceso tras la selección y montaje en su trabajo, aunque a menudo su visionado ofrece un goce puramente intuitivo, la ilusión de una accesibilidad facilitada por la familiaridad y fascinación por cuanto aparece: motivos, gestos, escenarios y puntos de vista que resumen nuestros afectos hacia el cine y que han contribuido a la especificidad con que este nos ha puesto en relación con el mundo y sus relatos.

Algunas manipulaciones, por ejemplo en la banda sonora de ciertos planos, revelan por otra parte la sutilidad con que Andersen construye sentido y hace suyo el material ajeno sin traicionar el original.

«Me gustaba el plano del tren de Shadow of a Doubt (Hitchcock, 1943), pero odio la música que lo acompaña, así que pensé ¿por qué no sustituirla por otra música de otro film de Hitchcock? Una música que señalara esa imagen como una imagen de Hitchcock. La música de Psycho (1960) es apropiada porque en el tren que aparece allí viaja el siniestro tío Charlie, el asesino en serie que llega a la bucólica población de Santa Rosa.

En relación con esta imagen, la que se corresponde con ella en la segunda parte de la película es la de Hélas pour moi (Godard, 1993). La música, en este caso, es tan adecuada que parece la original, aunque Godard nunca hubiese usado la música de ese modo. Este plano también tiene una función dramática, similar al citado plano de Shadow of a Doubt, aunque el público no sepa aún que el hombre de la gabardina es bastante siniestro».

A Train Arrives at the Station, 2016

 A Train Arrives at the Station

«Para mí, la llegada de un tren es la escena fundacional del cine. Me han gustado los trenes desde que era niño. Creo que el ferrocarril es el medio de transporte más glamuroso que existe. El texto clásico sobre el ferrocarril es The Railway Journey, de Wolfgang Schivelbusch, aunque me atraen particularmente algunos pasajes de The House of the Seven Gables y Art and the Industrial Revolution, de F. D. Klingender. Para mí, las grandes películas con trenes son: The Lady Vanishes (Hitchcock, 1938), Shanghai Express (Von Sternberg, 1932), RR (Benning, 2007), Johanna D’Arc of Mongolia (Ottinger, 1989), Trans-Europ-Express (Robbe-Grillet, 1966), The Iron Ministry (Sniadecki, 2014), Railway Sleepers (Sompot Chidgasornpongse, 2017) y The General (Keaton, 1926). Por supuesto, olvido algunas que mencionaría de acordarme. Ninguna de estas cintas aparece en A Train Arrives at the Station, excepto Shanghai Express».

Viendo este delicioso cortometraje, que es a la vez recuerdo y reflexión, arte y ensayo, pienso en que el cine debería ser el medio primordial sobre el que inscribir su propia historia y análisis. En su lugar, el papel ha sido el medio en el que hemos aprendido a organizar y comprender el cine. Las maneras en que, desde la apropiación o la compilación, el cine se ha pensado y cuestionado a sí mismo son numerosas, desde Bruce Conner hasta Peter Delpeut, pasando por Gustav Deustch, Jean-Luc Godard o Nicolas Provost, y sin olvidar los mejores esfuerzos en lo divulgativo, firmados por Kevin Brownlow o Mark Cousins. Mención aparte, que no distante, merecen los trabajos de quienes hacen algo parecido, pero no centrándose en eso que llamamos la «historia del cine», sino en la historia de las imágenes en movimiento desde una perspectiva más amplia, de Harun Farocki a Hito Steyerl o Johan Grimonprez. Andersen ha abordado de una manera muy rica y profunda las posibilidades ensayísticas y artísticas de este cine «ante el abismo», reflexivo, referencial, recursivo y hasta caníbal. Lo ha hecho para abordar la propia historia del medio, como en Red Hollywood (1995), y lo ha hecho en modos más radicales, casi herméticos, para abordar el poder mismo de la imagen cinematográfica y su presencia indeleble y transversal. A veces, estas compilaciones son de una naturaleza más fragmentada, coreográfica pero no narrativa, y han tenido formatos breves, como en California Sun, que es un corto firmado junto a Andrew Kim, que no llega a los cuatro minutos y que funciona casi como un vídeo musical para un tema de The Farmingdale Sound Machine.

En algún caso, como en el de su película más conocida, Los Angeles Plays Itself, se ha servido del cine para abordar asuntos de su interés, como la arquitectura, entendiendo la ficción como un síntoma y una distorsión de la realidad: «He hecho películas a partir de otras porque era lo único que me podía permitir. Los Angeles Plays Itself surgió de la imposibilidad de realizar, por falta de financiación, otra película que tenía en mente sobre la arquitectura de Los Ángeles».

Una vez abandonada la idea de rodar en Los Ángeles para ilustrar sus reflexiones sobre su arquitectura, su trabajo se centró en torno a la representación de su ciudad, como queda claro en el texto del tráiler con el que presentó la película: «Esta es la ciudad: Los Ángeles, California. Vivo aquí. Aquí hago películas. A veces pienso que eso me da derecho a criticar la manera en que las películas muestran mi ciudad. Sé que no es fácil. La ciudad es grande, la imagen pequeña. Es difícil no resentirse ante la idea de Hollywood, la forma en que en las películas se distancian y se ponen por encima de la ciudad. La gente culpa al cine de todo tipo de cosas. Yo le acuso de traicionar a su ciudad natal. Quizás esté equivocado, pero hasta le culpo de la costumbre de abreviar el nombre de la ciudad a LA».

Más de doscientos títulos componen este viaje por la ciudad a través del tiempo y los géneros cinematográficos, aunque debe decirse que el crimen y un aroma a intriga, corrupción y voces típicas del noir inundan porciones importantes de este celebrado ensayo. En varios artículos (como en «Collateral Damage: Los Angeles Continues Playing Itself», aparecido en 2004 en Cinema Scope), Andersen deja claro el conocimiento exhaustivo que tiene de las películas rodadas en la ciudad y el modo en que su geografía es celebrada, amputada, inventada o deconstruida en ese título o aquel. Lleva años enfrentándose —a veces da la impresión de que con cierto hartazgo— a quienes le señalan la omisión de ciertos títulos.

Quizás el más citado sea Mulholland Drive, en la que la ciudad aparece en esa dimensión mitológica, multirrefencial, fantasmagórica, voraz y borracha de sí misma: «Respecto a la trilogía de Los Ángeles de David Lynch (Lost Highway, Mulholland Drive e Inland Empire), resulta que vi esas películas estando fuera de Los Ángeles y en compañía de tres directores de cine diferentes: Lost Highway la vi en Róterdam con Nina Menkes, Mulholland Drive en Montreal junto a Béla Tarr e Inland Empire en Chicago con Deborah Stratman. Fue Inland Empire la que finalmente pudo conmigo. Pensé en lo que una vez dijo John Waters: ‘No hay malas películas, siempre puedes fijarte en las lámparas’. En el caso de Lynch, hay muchos pasillos. Errol Morris escribió: ‘No existen buenas películas, tan solo grandes escenas’. Y hay grandes secuencias en casi todas las películas de David Lynch. Me gusta que no haya psicología en sus películas. Tratan de las intermitencias en los seres humanos, no de sus diferentes caras».

A pesar de su desinterés por el cine de Lynch, al que considera un turista en Los Ángeles por más que lleve años viviendo allí, podemos tomarle la palabra y aceptar que el valor y el placer del cine también se encuentran, de manera subjetiva y fragmentada, en elementos autónomos que flotan en nuestra memoria. Para Victor Burgin (The Remembered Film), el destino de las películas, del cine, parece este precisamente: constituir una pléyade de referencias y fragmentos, frases y planos, que nos sirven de manera personal y colectiva, al margen de haber olvidado a sus autores, el argumento o cualquier otro elemento del contexto original.

En el hilvanado de planos y reflexiones, hay un cine de archivo, apropiación y ensayo (Basilio Martín Patino, Philippe Mora, Bill Morrison, Adam Curtis y, por supuesto, Andersen) que participa (a menudo contra la acción machacona de las compilaciones televisivas) en el rescate de estos restos del naufragio. ¿Qué imágenes sobrevivirán y cómo las recordaremos? ¿Qué veremos en ellas?

Los Angeles Plays Itself, 2003

En Los Angeles Plays Itself, particularmente, resulta interesante el modo en que el texto, la voz de Andersen, conduce la película, por la cantidad de referencias y por la necesidad de hacernos saber qué y cómo debemos entender cada fragmento en el conjunto y propósito del film.

«Lo más difícil de decidir en Los Angeles Plays Itself fue el inicio, ya que debía exponer verbalmente cuál iba a ser el método y sus fuentes en la teoría cinematográfica. Así que probé buscando imágenes que me sirvieran para expresar ideas abstractas, como horizontalidad y verticalidad, fondo y figura, atención voluntaria o involuntaria o el suspense. Creo que quedó bastante bien.

Respecto al relato de la película, y simplificando, a veces el texto se adelanta a las imágenes y, en otras ocasiones, las imágenes llegan antes. En casi todos los casos en los que el fragmento tenía una cierta duración, como en el caso de Chinatown (Polanski, 1974), el texto se adelanta, para dar una impresión general de la película, sobre su tema y eso. Así que tuve que buscar escenas que ilustraran claramente esos temas. En el caso de Chinatown fue fácil: es en su última escena, en su última frase, donde mejor se expresa su particular visión desencantada.

No me considero un escritor. Tomo, sencillamente, dictados de mi inconsciente. A veces no tienen sentido, así que espero una ocasión mejor. Naturalmente, el inconsciente necesita de materia sobre la que trabajar y eso requiere investigar. Para mí, esta búsqueda es la parte que más disfruto de la realización cinematográfica».

En títulos como Los Angeles Plays Itself, Andersen conduce sin titubeos y con aplomo documental esta panorámica cinematográfica y arquitectónica. Resulta difícil pensar que esté dictada por el inconsciente. Pero en otros títulos de narrativa más abierta, como The Thoughts That Once We Had, la idea de un cine para pensar las imágenes, un espacio en el tiempo, útil a la reflexión y hasta el devaneo, se hace realidad tan necesaria como interesante: «Para mí, The Thoughts That Once We Had es una película-sueño, pero acepto tu expresión ‘un espacio para la reflexión’ entendiéndolo como ‘un tiempo lleno de aquello que se está moviendo’ (‘a time filled with moving’), que es una frase de Gertrude Stein que, sacándola de contexto, empleo a veces como definición del cine. Me gusta su uso del gerundio, rescatando el verbo de sus raíces latinas o griegas».

The Thoughts That Once We Had posee, aún en su complejidad, el aire de un canto o una celebración del cine y sus misterios. Quizás nos enfrenta mejor que ningún otro título suyo a la tensión entre la abstracción y la inquietud por destramar su arquitectura. «Qué afortunados somos de tener todas esas imágenes. Como creo que las películas se recuerdan, no perciben, las considero ideas, pensamientos. La persistencia de la visión es la persistencia de la consciencia».

The Thoughts That We Once Had, 2015

Un elemento del que parece imposible desembarazarse, al trabajar con material de archivo, es el de la nostalgia vaga o intensa, pegajosa o melancólica. Algo hasta cierto punto buscado en títulos como este (u otros de Peter Delpeut, por ejemplo), pero también presente en películas de Adam Curtis, articuladas a partir de archivos televisivos en apariencia irrelevantes, puros descartes a menudo en estado defectuoso.

«Los tres textos al final de la película (de Joseph Roth, Christina Rossetti y Mick Jagger/Keith Richards) tratan sobre la memoria y son algo melancólicos. En la novela de Roth La marcha Radetzky aparece la desaparición de la memoria y el poema de Rossetti se refiere a la ‘oscuridad y corrupción’ de nuestro tiempo a través del cual tan solo un vestigio de la memoria podrá llegarnos. El aire entumecido que desprende ‘As Tears Go By’ está presente en el verso ‘Smiling faces I can see, but not for me’ (‘Los rostros sonrientes que no son para mí’). Es curioso lo melancólicas que son las canciones de aquellos jóvenes Rolling Stones: ‘(I Can’t Get No) Satisfaction’, ‘Paint it Black’. No cantarían al amor hasta más tarde. En mi película el amor está siempre maldito: ‘Ahora que Saeko está muerta, añoro su cuerpo y alma’, dice Muraki en Pale Flower (Masahiro Shinoda, 1964).

A pesar del título, The Thoughts That Once We Had no es una película sobre ‘el fin del cine’. Siempre habrá lugares en los que se reunirá gente para ver imágenes en movimiento proyectadas ante ellos. Habrán menos espacios y serán más pequeños, pero nos haremos a ello».

Otra cuestión es a qué llamamos cine y dónde lindamos todo lo que lo define o le es propio. En este punto, las cosas aún siguen algo rígidas, si no confusas. Mientras escribimos esto, nos llegan noticias del Festival de Cannes conforme, a partir de la próxima edición, no aceptarán películas que no estén destinadas al estreno en sala. ¿El cine viene definido por su sistema de explotación y consumo? Para otros, el abandono del soporte fotoquímico, en el rodaje o la exhibición, también va a marcar dramáticamente la experiencia cinematográfica, si no precipitar su muerte. De estas cosas aún se debate entrado el siglo xxi.

«Odio los ordenadores, pero ninguna de mis películas desde Eadweard Muybridge, Zoopraxographer (exceptuando Get Out of the Car) hubiera sido posible sin ellos.Y respecto a la diferencia entre analógico y digital, a mí me enseñaron que la luz son ondas y partículas. El cine, la película, es luz en grano, lo digital es una emanación. El film es partícula y lo digital es onda. No se debe oponer la imagen analógica a la digital. ¡Las imágenes fotográficas son digitales! El haluro de plata en la emulsión se reduce a pura plata o no lo hace. Es decir, se convierte en blanco o negro puro. Esa es realmente la diferencia entre una imagen química y otra electrónica».

Las innovaciones tecnológicas precisan mejor las funciones de las técnicas que llamamos obsoletas. El bolígrafo ha definido mejor la función del lápiz y hasta de la pluma estilográfica, que en algunos aspectos son insustituibles. La tecnología, por sí misma, revela solo a unos pocos todo lo que puede devenir de su uso. Nuestra imaginación limita en ocasiones el uso de esta, desvelándose su potencial conforme nuestros intereses se dirigen a nuevos escenarios. A veces, a golpe de suerte, es decir, por accidente.

Un caso curioso es el de Muybridge y sus secuencias fotográficas. El dispositivo que empleó es básicamente el mismo que emplearon los hermanos Wachowski en The Matrix (1999), más de un siglo después.

Muybridge se sirvió de ese dispositivo (series de cámaras activadas secuencialmente) para analizar las fases del movimiento, pero a finales del siglo xx nos interesaba otra cosa muy distinta: representar la posibilidad del manejo del tiempo a nuestro antojo. Muybridge fotografió en pocas ocasiones una acción simultáneamente desde varios ángulos y creo que nunca desde todos.

«Muybridge fue el primero en animar imágenes y el primero también en crear ese efecto. Contrariamente a lo que señalas, sí que capturó en numerosas ocasiones una sola acción desde varios puntos de vista, en ocasiones desde seis y hasta ocho. En la mayoría de los casos, al menos desde tres puntos de vista. Así que Muybridge estableció las bases de la regla de continuidad. Sí es cierto que, como dices, nunca cubrió la acción desde 360°, siempre mantuvo las cámaras a un lado de la ‘línea de 180°’. En mi película, muestro las acciones secuencialmente desde un solo punto de vista, o desde dos simultáneamente, pero podría haber montado las acciones saltando desde un punto de vista a otro. Así que podemos decir que Muybridge inventó también el montaje».

Andersen habla con pleno conocimiento de Muybridge y el impacto que causó su trabajo, ya que a su figura dedicó un extraordinario documental en 1975, Eadweard Muybridge, Zoopraxographer, incorporada en 2015 al programa de preservación del National Film Registry, en Estados Unidos.

«Mi interés por Muybridge viene de principios de los años sesenta, de cuando estudiaba en la Universidad del Sur de California y quedé fascinado con solo ojear algunas páginas de The Human Figure in Motion. Mi amigo Dave Hanson hizo una pequeña película animando algunas secuencias de Muybridge. No me gustó su película, porque le puso una música tipo ragtime y el efecto quedó demasiado camp, pintoresco. Mi película era una respuesta a la suya, aunque tenía más razones para hacerla, claro.

El trabajo de Muybridge anticipó todas las ideas que conformaron el arte moderno: el imaginario secuencial y el interés por las tramas o lo aleatorio. Me influenció en tres cortometrajes que hice a mediados de los sesenta. Cuando, en 1968, el Museo de Arte de Pasadena presentó una exposición titulada ‘Serial Imagery’, comisariada por John Coplans, incluyó obras de Monet, Mondrian, Warhol y Stella. Muybridge debería haber estado.

Hoy, prácticamente todos los pintores y fotógrafos trabajan en series, pero entonces era algo excepcional.

Supongo que la cuestión de las tramas está presente de manera más obvia en el trabajo de Sol Lewitt, Carl André, Agnes Martin o Donald Judd».

 

Eadweard Muybridge, Zoopraxographer, 1975

A Muybridge se llega desde muchos intereses e investigaciones y si su presencia persiste en nuestro imaginario es por todas las ocasiones en que reconocemos su huella y hasta la oportunidad de proponerlo en proyectos de todo tipo. Además, el trabajo de Muybridge comprende otros temas y tecnologías fuera de la cronofotografía, como sus exploraciones panorámicas y estereoscópicas del paisaje norteamericano. De esa cualidad poliédrica de Muybridge, y la rica formación artística del propio Andersen, surgieron las decisiones sobre cómo abordar el documental, tan riguroso como expresivo en su guion y soluciones visuales.

 «Cuando era joven, la arquitectura me interesaba más que la pintura. Así que me gustaba el arte que funcionaba como arquitectura. Sabía cuándo ocurría, sentía algo en su presencia, pero no sabía por qué lo reconocía. Hasta que no leí en 1967 Art and Objecthood, de Michael Fried, no llegué a comprenderlo. Según Fried, lo que yo experimentaba no era una sensación estética, sino espacial, sentía su presencia.

Se trataba de lo ‘teatral’, y era el enemigo del arte. Pero yo creía, y lo sigo creyendo, que es esa presencia la que crea el impacto del reconocimiento, que es fundamental en la revelación estética.

A través de la negación, descubrí una estética materialista que confirmé después al leer los tratados de Edmund Burke sobre lo bello y lo sublime. Así que me propuse hacer una película ‘teatral’ sobre Muybridge, es decir, una en la que las imágenes vibraran.

La aleatoriedad, el azar, los accidentes: en el trabajo de Muybridge, el sistema es tan rígido que el azar aparece para otorgar gracia. John Cage era el campeón de lo aleatorio. Me abrió las puertas de la percepción, particularmente desde las pequeñas parábolas que leía en su disco Indetermination. Así que fue ante todo Cage quien me condujo hasta Muybridge».

Las películas de Andersen actúan exactamente así, estableciendo rutas de conocimiento sorprendentes y posibilidades de lectura que hacen singularmente compatible el cinema of fact con el documental, el ensayo y la poesía visual.

Por eso, si le preguntas por un cineasta te señala un fotógrafo y si le pides un fotograma con un tren te sugiere literatura ferroviaria.

El mundo de las imágenes, es cierto, estaba ahí antes de que supiéramos fijarlas.

Andrés Hispano

Fecha
4 mayo 2018

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