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La noche artificial y democrática

Participantes
Miriam Martín

… la gran noche igualitaria del cine, más verdadera que la verdadera noche, más encantadora, más consoladora que todas las verdaderas noches, la noche elegida, abierta a todxs, ofrecida a todxs, más generosa, más dispensadora de buenas acciones que todas las instituciones de caridad y que todas las iglesias…

He coincidido varias veces en el cine Doré con una mujer ciega, o casi ciega. En 2020, después de. La guía un pastor alemán negro. La última vez, el perro empezó a protestar en cierto momento de la película (yo hubiera protestado también, la verdad) y la mujer ciega o casi ciega acabó marchándose de la sala, para no molestar al resto. No es fácil, desde luego. ¿Por qué no prefirió ver las películas que hemos visto a escasas butacas de distancia la una de la otra, con las mascarillas puestas, en casa? Eran películas famosas, disponibles, seguro, en streaming. Qué misterio. No voy a intentar desvelarlo, desde luego.

Cada semana, durante seis años, me dediqué a organizar noches artificiales, más o menos democráticamente. Más o menos colectivamente. En Johnny Guitar, Vienna le pide a Sam, uno de los trabajadores de su saloon, que cuelgue un farol en la puerta. Él cree que con el mal tiempo que hace no irá nadie. Se oye al viento silbar, fuera. Ella replica: «Y si viene alguien, ¿cómo nos encontrará? Cuelga un farol». Las ventanas de la sala donde proyectábamos estaban a pie de calle y se iluminaban todos los martes. Cuántas veces nos habremos parado delante de una ventana iluminada con frío, angustia de inquilinx, melancolía o curiosidad, con ganas de entrar y sin poder entrar. Al cineclub del CSOA La Morada cualquiera podía entrar. Y el martes, un día hasta entonces insignificante, se significó de repente para muchas personas.

CSOA por Centro Social Okupado Autogestionado. Nunca se cobró entrada y nunca se pagaron derechos de exhibición. La mayoría de las copias eran piratas. Celebramos y dimos a conocer, compartimos todo lo posible los dones de la piratería. A Su Friedrich le hizo loca ilusión. El J. L. G. que no es Godard puso pegas cortésmente. La leyenda viva del cine español lamentó un día, muy a toro pasado, que su obra se hubiera proyectado en un mísero DVD. A un cineasta francés lo preestrenamos sin querer. Pero en general se trataba de películas o cineastas muertxs, de sacarlxs de las fosas comunes o de los mausoleos. La rutina-ritual del «compartir todo lo posible» implicó, por ejemplo: fabricar varias pantallas, conseguir varios aparatos, calentar la sala en invierno y enfriarla en verano, limpiar váteres, participar en las asambleas del centro social y encargarse de las mil tareas derivadas, subtitular copias de arriba abajo (traducción y sincronización), escribir textos a modo de invitación a las sesiones.

Como cualquiera podía entrar, cualquiera podía programar. Proyectábamos, conversábamos durante horas (las sillas en círculo) y relacionábamos nuestras propuestas para la siguiente sesión con la película que acabábamos de ver, según los deseos, alegrías, cóleras, urgencias, razones que hubiera provocado, por tratarse del único objeto en común y para que los bagajes de cada cual pesaran menos. Las propuestas se defendían, elegíamos una por consenso y el paladín de la película elegida se comprometía a presentarla en La Morada y a escribir y enviar la invitación. Este método era la mayor singularidad del cineclub, y era un método de trabajo. Trabajo apasionado, como la construcción de barricadas. No siempre funcionaba bien. A menudo, de hecho, funcionaba mal. Cuando funcionaba bien sucedía, me parece, que nos regalábamos mutuamente la ocasión de estetizar la vida, de volvernos un poco artistas en el esfuerzo de dar forma a nuestras percepciones y que lxs demás pudieran disfrutarlas, usarlas, llevarlas aún más lejos. Gracias al cineclub, bendito invento, aprendí a confiar en mi propia inteligencia, al tiempo que comprobaba hasta qué punto es impropia la propia inteligencia: a veces, otras personas eran capaces de precisar o completar lo que yo pensaba y decía sin saber del todo lo que estaba diciendo, poniéndolo en palabras balbuceantes. Yo pensaba de veras y porque pensaba de veras no sabía del todo lo que estaba diciendo, pero algunas de las personas que me escuchaban, porque me escuchaban, sí lo sabían. Dos o tres nombres para este fenómeno: magia, pensamiento plural, inteligencia colectiva (en su acepción 15M).

Se desprecia al cine tachándolo de mera distracción desde el minuto uno, y nunca queda claro de qué nos distrae exactamente. ¿Y si nos distrajera de nosotrxs mismxs, de aquello que damos por sentado de nosotrxs mismxs? ¿Y si nos permitiera, al cabo, prestar atención a otras cosas, relacionarnos en igualdad con otras cosas, recordar que el mundo no es solo nuestra casa? El método del cineclub solía funcionar mal cuando no lográbamos distraernos de aquello que damos por sentado etc. y cercábamos las películas ideológicamente, o sociológicamente, perdiéndolas (tal cual) de vista. Cuando no nos dejábamos afectar por ellas, cuando negábamos que las imágenes y los sonidos tuvieran algo que ofrecer a nuestras cabezas llenas de discursos, a nuestra sensibilidad —las malas películas, por cierto, que no nos permiten relacionarnos en igualdad con lo que muestran, que nos colocan por encima o por debajo, tampoco ayudaban. Cuando convertíamos en dogmas ya aplicables a todos los casos análisis concretos que nos habían hecho felices en sesiones anteriores, felices de comprender. Cuando no desespecializábamos (perdón) la jerga especializada, arrojando con toneladas de complacencia un «fordiano» o un «rivettiano» a la conversación sin señalar por dónde soplaba en la película la brisa fordiana o rivettiana, sin describir qué la hacía así y suponiendo un acuerdo universal respecto a John Ford, Jacques Rivette y sus múltiples procedimientos...

El frágil equilibrio entre gente-que-pasaba-por-allí, personas sin hogar, migrantes, vecinxs, colegas, intelectuales de izquierda, poetas, perroflautas, yayoflautas y cinéfilxs o profesionales de la profesión, es decir el equilibrio entre asistencia desinteresada e interesada, se resintió tras la mudanza forzosa a La Ingobernable. Del centro social de barrio al centro social «metropolitano», del callejón de Chamberí al paseo del Prado, de la sala a pie de calle a la sala en la planta tercera de un edificio monumental y en constante disputa mediática, las condiciones de posibilidad del cineclub cambiaron. No había nacido con vocación de club cinéfilo, ni con la pretensión de crear una comunidad de afines. Ni para amar el cine ni para amar a quienes lo frecuentaban, sino para apreciar su compañía, lo extraordinariamente libre que llegaba a ser el tiempo en su compañía.

Al amor no le hace falta propaganda. Ocurre por defecto, como el gregarismo o el networking. A nosotrxs quizá sí nos hagan falta espacios, infraestructuras públicas (públicas de plaza pública) para apreciar la compañía de las películas y de otrxs espectadorxs. Espacios donde no confundamos los timbres que suenan en la pantalla con el timbre de nuestra casa, donde encontrarnos con la gente del azar y no de la necesidad (familia & curro) y en los que cultivar una disposición a la amistad, una musiquita inter pares. A contrapuntísimo de la nueva normalidad. Organizar noches artificiales consistía en asegurar (asegurar de viga que asegura) las condiciones para que un trabajo estético y político entre desconocidxs fuera posible, para que cualquiera pudiera aparecer, de la nada, sin nada, sin estar obligadx a pertenecer a un grupo, y formar parte.

Miriam Martín

 

La fotografía estenopeica que encabeza el texto la tomó Alejandro Fernández, durante una sesión del cineclub de La Morada.

Las frases en cursiva las escribió Marguerite Duras, en Un barrage contre le Pacifique.

Para Samuel Hidalgo.

Fecha
28 diciembre 2020